31 de agosto de 2010

Reencuentro I - Miradas en un bar

A través del parabrisas pudo anticipar que había llegado. Las luces del cartel del bar se hicieron presentes e ineludibles, con su debilitado y decadente neón susurrando el nombre del bar con gastada melancolía.
Sí, había llegado. Y la imagen de su amigo apareció en su mente, tal y como lo había visto por última vez años atrás, sonriente y digno, secretamente abatido por las tristezas personales. Apeado del taxi, pagó al arrellanado chofer, dejando una propina que éste descubriría minutos después junto con la alegría consecuente.
Entró al bar y lo primero que tuvo que hacer fue acostumbrar su visión al lóbrego ambiente, oprimido por visibles y densas capas de humo de cigarrillo, atestado de olores desagradables: alcohol, encierro, cigarrillo, vejez. Los clientes, como fantasmas, se movían lentamente, casi temerosos de abandonar un espacio que seguramente habrían ocupado largas horas, algunos incluso días, siendo sólo la visiblemente triste camarera la única silueta móvil.
Allá, en la barra, contra todo pronóstico, identificó a su amigo.
Lo pensó una vez más. ¿Era él? Podía verlo con un vaso de probable whisky que, aunque siendo un vaso ancho y perfectamente apoyado en la mesa, sostenía con ambas manos, dando la sensación de que temía que se le cayera. Y, además, parecía que él mismo podía caerse. No por borrachera. Sino por una especie de debilidad intrínseca que le encontraba al mirarlo, la impresión de que estaba hecho de ceniza y que un pequeño toque lo desmoronaría y se convertiría en una capa de humo más.
Pero sí. Era él. Así que se le acercó, confirmando su identidad a medida que se aproximaba. Y, aunque sus pasos se detuvieron cuando ya estuvo a su lado, el montón de cenizas no se inmutó.
- ¿Santiago? – Preguntó, sin tocarlo. Su amigo se estremeció, como si despertara de algún pensamiento profundo o algún estado de tranquilidad abstraída. Sus párpados temblaron. Sus labios se movieron.
- Hola. – Le respondió, con un hilo de voz. Diversas rocas cayeron por su garganta, transformando su alguna vez alegre tono en uno pesado y alicaído. - ¿Qué te trae por acá?
- Te llamé y me citaste acá. ¿No te acordás? – Cuestionó, con una ligera nota de preocupación en su voz. Sus manos se movieron, haciendo crujir los pliegues de su campera, pensando en llevar una de ellas hacia el hombro de su amigo. No lo hizo.
- Ah. – Musitó su amigo. Miró hacia un costado, con la clara intención de comprobar si algún otro cliente ocupaba el asiento contiguo, inquietando por su incapacidad de simplemente recordarlo o fijarse de reojo. – Sentate, Nano, gracias por venir.
Mariano lo miró. Por un momento sus comisuras vibraron en un intento de sonrisa. Hacía rato que nadie lo llamaba Nano. Y el último había sido Santiago.

Bebió un largo sorbo de whisky, como si tomara agua. Se notaba que había desarrollado una abrumadora insensibilidad para la bebida. Y eso sorprendió mucho a Mariano. Santiago nunca había sido tomador.
- Resulta que – Comenzó a hablar Santiago, sin dar avisos de ningún tipo. – una vez, cuando todavía estudiaba, fui a una fiesta. En esa época andaba mal con Georgina. – Aclaró, aportando un marco temporal que trajo diversos recuerdos a Mariano.
Habían sido buenos años. El final de la secundaria, los comienzos de la facultad, las salidas cada fin de semana, los viajes al campo en Frías. No podía recordarlos sino con colores, risas y amistad. Varios de los nombres se le hicieron abrumadoramente presentes, y, a medida que terminaban de desfilar por su mente los pensamientos y recuerdos buenos, comenzaron a llegar los malos. Las peleas, las traiciones, las escisiones causadas por advenimientos del egoísmo.
La lenta y lamentable separación.
- Disculpá. – Interrumpió al darse cuenta de que no estaba prestando atención. - ¿Qué me decías?
- Que había ido a una fiesta. – Repitió Santiago, levemente fastidiado. – En esa fiesta tomé. No me emborraché, pero al menos sentí eso. – El énfasis en la última palabra ilustró a Mariano vagamente sobre qué se refería. – Pero no me convenció, me alegró un rato, claro, pero prefería mucho más la realidad con todos sus detalles.
La pausa que siguió a sus palabras tentó a Mariano a decir algo, lo que fuera, simplemente para mantener algún sonido en el ambiente. Pero no pudo. No quería admitirlo, pero se compadecía mucho de su amigo.
- Esa vez me divertí porque no me gustaban ese tipo de fiestas. Lo que hacía el alcohol era alejarme de mi mismo. Sacar todo ese Santiago que no disfrutaba de bailar, de tomar, que se inhibía. Se quedaban mis ganas de estar bien, como sea. Pero, en todos los otros ámbitos de mi vida, - Prosiguió, sorprendentemente lúcido y minucioso. – prefería estar despierto, sano, pensando. Pero, ¿Sabés qué?
Mantuvo la mirada al frente unos segundos, hasta que no aguantó a volverla hacia su amigo. Por alguna razón, esperaba una respuesta. Mariano negó con la cabeza en un temblequeo forzado e inútil por completo.
- Pensar me llevó a la ruina. Antes estaba muy acostumbrado a tener ideas, a deslumbrar con frases geniales, conceptos innovadores. A crear, a desarrollar. A ser capaz de todo. Estaba acostumbrado a que se fascinaran conmigo, a que abrieran grandes los ojos cuando me vieran gesticular, que me atendieran con paciencia. Me gustaba, ¿Sabés? En la primaria había sido nadie. No tenía habilidades ni gustos definidos, era inculto y de sobremanera tímido. Me maltrataban, golpeaban e insultaban. Y no me defendía. Porque no sentía que hubiese algo para defender. ¿Cómo podía quererme? Era tonto, feo y débil. Todos me lo recordaban a cada momento. En la secundaria aprendí a dibujar, empecé a leer, a escuchar música, a escribir. Y comencé a mezclar cada idea de formas que nadie esperaba. Era mi revancha. Podía ser alguien. Me gustaba ser alguien.
- Ajá.
- Sí. Ese proceso que empezó en la secundaria que me dio toda esa capacidad para hacer cosas creció, creció sin que pudiera controlarlo, excediendo mi tiempo, mi espacio e incluso mis afectos y sentimientos. Por un lado, creció el ego. Ahora era genial, era un grosso, tenía algo de facha, al menos, era extrovertido y espontáneo. Podía tener novia, podía tener reconocimientos y premios. Triunfar. Sí, creció el ego con cada sos grosso que me decían. ¿Cómo podía detenerlo? ¿Cómo me iba a dar cuenta de que estaba mal? En fin. Por otro lado, pensaba. Pensaba mucho, todo, lo que fuera. Causas, consecuencias, paralelos, comparaciones, teorías, posibilidades, antes, después. No vivía en el presente; ni siquiera en el pasado o el futuro. Vivía en la hipótesis, en la irrealidad de las ideas. Mis ideas se hicieron mi realidad. Y había algunas que comenzaron a dañar a otras personas. Pero sólo ideas, ¿Eh? No tanto los hechos, porque yo estaba sentado, en algún lugar, pensando, suponete, ante un enfermo de cáncer. Y yo pensaba “Éste puede morirse”, como una posibilidad. Y se la decía. Como una idea. Así, jodí a mucha gente. Más adelante la posibilidad mala, la errónea, la sufrida, se hacía muy grande, y la vivía, la sentía en carne, aunque mi presente, mi realidad real fuera perfecta y feliz. Y me hundí tanto en suposiciones de dolor y fracaso, que al final todo se convirtió en dolor y fracaso. Por pensar. Por ser tan grosso, por mezclar ideas. Y, si ese era yo, ¿Cómo podía dejar de ser así?
- Tal vez… - Comenzó a decir Mariano, afligido.
- Esperá. Sin matarme, digo. Que lo pensé y lo deseé muchas veces. ¿Cómo dejar de ser yo si matarme? Y encontré la respuesta. Acá. – Dijo, y señaló el vaso con su mirada. – El alcohol me alejaba de mí mismo. No podía pensar, no podía complicarme. Estaba bien. Estoy solo, claro. Pero cada vez que lo pienso, tomo un nuevo sorbo. Y no lo pienso más. Te digo esto porque seguro que te estás preguntando a gritos en tu cabeza cómo puede ser que esté tomando, que te haya citado aquí. – Ante el asentimiento de Mariano, Santiago sonrió. Mariano por fin pudo ver que tenía los ojos colorados y llorosos.
- Ja. – Dijo, Santiago, de pronto, antes de tomar otro sorbo. – Acabo de hacer otra complicación, en lugar de simplemente decirte “Tomo para no pensar”, o preguntarte cómo andás. Mis dos problemas. Pensar y el egoísmo. Pero, che. ¿Cómo andás?
Se volvió hacia Mariano. Éste lo miró, todavía incapaz de articular palabra. Después de todo aquello. ¿Cómo podría decirle lo que tenía para contarle?
Soltó un pesado suspiro que removió unas nubes de humo que habían comenzado a desfilar ante su rostro. Buscó algo en los bolsillos; al no encontrarlo se dio cuenta de que no buscaba nada, sino que estaba muy nervioso y se movía para, de alguna manera, calmar esa sensación. Santiago se quedó sentado, bebiendo y fijando su vista en ningún lugar.
Le costaba aceptarlo. Santiago no era así. Lo recordaba de otra manera. Con sus negros cabellos peinados con una raya al costado, sus ojos brillando bajo la sombra de sus características cejas que se unían sobre su nariz. Sus pequeños labios buscando siempre una nueva razón para sonreír. Su eterno ímpetu, su vigor, sus ganas de obtener un chiste de cualquier situación. Lo había visto cientos de veces vestido con sus remeras de superhéroes y ciencia ficción, con el clásico bolso atestado de adornos y pines.
- ¿Querés un trago?  - Dijo Santiago de pronto.
Sus cabellos ahora no tenían control, se desparramaban sobre su cabeza sin sentido, y no se preocupaban por ocultar las innumerables canas incipientes. Sus ojos estaban hinchados y rojos, dando la sensación de que había estado llorando por horas. Su boca estaba hundida, con el labio inferior retrocedido hasta quedar en una constante mueca de infelicidad. Vestía ropas grises y marrones. Y del bolso no había rastro alguno.

2 comentarios:

Sole dijo...

Perturbador, no tengo otra conclusión.
Lograste con éxito que te imaginara así, lo cual me trajo mucha incomprensión, y nostalgia por el presente, este presente.
No pude evitar preguntarme, ¿Adonde estaré en un futuro?, ¿Seguiré en contacto con vos o con el mismo Nano?
Es un texto que sin dudas me produce ambivalencia, pero no puedo negar que de una forma u otra lograste movilizarme.

Val dijo...

Aia, aia... Por un momento pensé que te me habías ido, que el bolso estaba tirado en algún rincón olvidado de tu casa, que tus remeras ahora eran trapos... No quiero. No podés ser vos. Igual, está buenísimo que así puedas descubrirte. ¿Te cuento algo? Me ayudaste a mí también con eso... justo que estaba un poco inestable.
Me hiciste acordar mucho a un cuento de Hemingway. Prometo prestártelo.