31 de diciembre de 2007

Uy. Fin de año.

31 de diciembre. El último día del año.
Nos paramos y miramos atrás. Vemos un lejano y borroso primero de enero, alejándose y perdiéndose en lontananza. Delante de él se encuentra un año, apretado entre ese primero y este 31. Un año que probablemente contenga diversas experiencias, múltiples situaciones e incontables recuerdos, cada uno tan valioso como el otro.
Recordamos el día en que vimos a un amigo después de tanto tiempo y le damos mucho valor... Y entonces ignoramos esos días en los que no pasó... "Nada".
Esos días en los que sopló un viento, nos pusimos un buzo, y alguien nos dijo "te quiero". Esos días en los que estábamos vivos. Y no nos detuvimos a darnos cuenta de que era cierto.
Esos días en los que no miramos más allá de las apariencias, en los que no descubrimos belleza entre las curvas de ls árboles, en los que no apreciamos esa mirada que tanto nos buscaba.
Esos días en los que la existencia y la creación seguían ahí para nosotros. Y no reconocimos la majestuosidad del universo en el que vivimos.

Cada día es un regalo. Un año que pasa es una tonelada de vivencias para valorar. Hoy, 31 de diciembre, miremos atrás y... Seamos felices.

Feliz año nuevo!

10 de diciembre de 2007

A Blog's Tale II - Dime con quién andas, y te diré quién eres... ...¡¡¡¡Pirata!!!!

Nota: Pueden leer la primera parte aquí A Blog's Tale I - “De las mujeres, los siete mares, y la cerveza, o, como lo dijo Santorio, cómo arruinar la vida de un amigo y compañero”

Toda historia tiene su principio, suelen decir. Y, como todo grupo de amigos, Los Aventurados no aparecieron de repente en algún lugar, sino... Algo muy parecido. Ellos se conocieron en un pequeño pueblito español, Luhmihsol (que en realidad era un fonema onomástico de la frase “Luz, mi sol”, pero pronunciada en el dialecto de los lugareños), y se puede decir que el responsable de aquella unión fue, en mayor medida que el resto, Leónidas el religioso.
Leónidas, hombre de honor como pocos los hay, fue criado por una noble pareja de granjeros en las lindes de una capilla. Su madre, una bella mestiza morena, había adquirido la costumbre de asistir a misa todas las mañanas, incluso si no había un solo curita en el descuidado edificio eclesiástico.
Esta agitada mujer, que trabajaba noche y día para alimentar a sus diez pequeños hijos, de los cuales Leónidas era el mayor, encontraba consuelo a su pesada vida en el crucifijo de dos metros de altura ubicado tras el altar. Y, como era de esperar, su primogénito había heredado estas costumbres, apegándose cada vez más a las actividades católicas.
Fue una vez, una calurosa tarde de verano, cuando Leónidas se encontraba expulsando a las ratas de las cosechas, que un extraño muchacho llegó hasta las puertas de la iglesia.
Leónidas, como buen vecino que era, se le acercó de manera gentil a preguntarle la razón de su visita. El joven de pronto se puso de pie, erguido y portentoso. Se presentó como Santorio, peligroso pirata de mar, avezado espadachín y hábil jugador.
Leónidas entonces quedó maravillado. Santorio no parecía un pirata, ni mucho menos, pero contaba unas historias muy interesantes, que parecía sí haberlas vivido, pero siempre modificadas un poco para su conveniencia.
Se hicieron amigos. Comenzaron a trabajar en la granja, ayudando a su familia, y fue así durante dos años. Por las noches Santorio se adentraba en la maleza selvática que rodaba aquellos territorios, asegurando tener eximias habilidades de supervivencia. Pero siempre que regresaba, lo hacía magullado, herido y débil.
Un día Leónidas tuvo una excelente idea, una idea que cambiaría su destino y acortaría su vida. Le propuso a Santorio abandonar Luhmihsol y salir al mundo en busca de aventuras. Inmediatamente Santorio se mostró reticente ante aquella iniciativa. Leónidas, en respuesta a tal reacción, comenzó a indagar de manera exhaustiva el porqué de semejante respuesta. Días después, Santorio le reveló la verdad de la cuestión.
“No soy ningún aventurero”, le dijo. “Las aventuras que te he contado fueron las de mi señor, Juaro el magnífico, no mías. Yo fui su lacayo, un simple limpiabotas de barco. Viví en la miseria.”, explicó, entristecido. “Aquí encontré un amigo, y no quería perder eso en una reyerta marítima”.
Leónidas, emocionado ante tales palabras, insistió hasta convencer a su apesadumbrado amigo. Sus argumentos fueron muy simples: Toda su vida había vivido como granjero, y no quería morir de esa manera. Quería vivir la vida, y así debía hacerlo también Santorio.
Santorio pronto se dio cuenta de que tenía razón, y prometió regresar al día siguiente para abandonar el pueblo. Leónidas juntó sus más valiosas pertenencias – nada más que un Rosario, un Denario y un crucifijo – y se despidió de su familia, encomendando la vida de sus padres y la estabilidad de la granja a sus nueve adolescentes hermanos.
Dicho y hecho, al encuentro de Santorio, partieron.
Su primer parada fue en Bulería, una ciudad poco agradable al norte de Málaga. Santorio, atraído por las historias de aquel lugar, había insistido hasta el hartazgo que aquella fuera su primera visita. Leónidas, de mala gana, había aceptado, dando carácter de guía turístico a Santorio. Luego descubriría el terrible error que había cometido.
Bulería tenía todo lo que una gran ciudad española podía ofrecer: Belleza, calidez y bellas mujeres. Pero, al mismo tiempo, le sobraban pobreza, malas gentes, corrupción y suciedad.
Y ahí fue cuando Leónidas se dio cuenta de su error. Santorio lo llevaba a lugares como el Hotel “El ‘stafao!”, donde, coincidencialmente, sufrieron una que otra tima por parte de los dueños; la plaza “Aqueterrobao!”, donde fueron robaos; y la inolvidable visita al parque “Centenario”, donde Santorio fue atrapado asaltando a una anciana.
Durante su estadía en la cárcel, estos atrevidos muchachos conocieron a un hombre frío, de pocas palabras, pero de un noble corazón. Sin su intervención nunca podrían haber escapado, y su ayuda fue vital para pasar desapercibidos. Una vez fuera de peligro, se despidieron y se alejaron.
Ya estando a varios kilómetros, yendo a Málaga, Santorio se dio cuenta de que no le habían preguntado su nombre. “Que más da”, pensó.
La poco elocuente pareja se halló pronto frente a un gran buque en los muelles de Málaga. La imponencia de aquel bote mercante los había dejado pasmados, atrayéndolos desde el primer momento en que lo habían visto.
Santorio aseguraba nunca tener problemas para conseguir pasajes de barco, que su carisma era notable en esas ocasiones. Sin embargo sus ropas estaban rasgadas y su cara llena de golpes al regresar de una poco fructífera búsqueda de boletos de viaje.
Leónidas y él viajaron ocupando el lugar de unos bueyes. Incómodos por el lugar, más allá de la compañía de los demás bueyes que los miraban de reojo, quizás maldiciéndolos por haber reemplazado a sus amigos, se las ingeniaron para dormir en las noches, y sobrevivir durante el día.
En la primera jornada conocieron a un sujeto muy particular. En la oscuridad no se lo veía, es más, parecía compenetrarse de manera simbiótica con ella. Pero su presencia era innegable, de cualquier manera. Con el ir y venir de los días averiguaron su nombre. Le decían Wally el errante, hombre sin destino y con mucho coraje, dueño de su puñal y su alma, sin nada que perder. Lo habían visto pelear en una trifulca en esa misma bodega, y desde ese momento Santorio no pudo sacarle un ojo de encima. Temía que lo asesinara durante la noche.
En unas charlas que bien no recuerdan y algunas peleas que ahora no podrían imaginarse, Wally se convirtió en un verdadero colega de Santorio y Leónidas. Ya iban tres.
De todas las conversaciones, Wally en sus Memorias sólo recuerda una:

“...Le había dicho que mi nombre no era de importancia. Pero el niñato insistió. Se me acercó al oído y me dijo ‘… Vamos amigo, no saldrá de estas cuatro paredes…’, quizás sin fijarse en que estábamos en la cubierta, contemplando el mar.
Sin embargo, se lo dije de la manera más amenazadora que pude, para quitármelo de encima. ‘Wally el errante’ murmuré. Logré callarlo un segundo.
Lo que hizo a continuación me sorprendió mucho más de lo que lo hubiera hecho cualquier pirata en mi vida. Gritó de pronto ‘Entonces me conocerás por Santorio el... ¡Demente!, eso es. Y él es Leónidas... el religioso. Así es. Eso mismo’.”

Podemos descartar las acotaciones de Wally hacia este muy desbocado hombre.
Wally, Santorio y Leónidas llegaron, luego de un muy fatigoso viaje en alta mar, habiendo superado temibles hordas de piratas, feroces monstruos marinos y uno que otro nauseabundo mareo, a la misteriosa ciudad de Tánger.
Tánger era, como las leyendas susurraban en los más intrépidos y desprevenidos oídos, una ciudad pequeña repleta de muy laberínticas callejuelas. El trío lo descubrió pronto, al verse sorpresivamente perdido en una marea de personas que chillaban un lenguaje ininteligible.
Wally desapareció al primer momento. Su propia naturaleza lo alejó del grupo y Santorio pensó que nunca más lo verían. Pero, en ese preciso momento, aquella era la menor de sus preocupaciones.
Unos metros más adelante, unos bravucones atacaban a Leónidas. El buen hombre, en cambio, trataba de solucionar el conflicto civilizadamente, a medida que lo sacudían a empellones. Santorio se enfureció y tanteó con sus débiles manos donde debería estar la empuñadura de su sable. No fue muy sorpresivo, sin embargo, no encontrarlo allí; probablemente lo hubiese olvidado en el barco.
Su desesperación aumentó de una calma absoluta, hasta quizá placentera, a una vorágine de temores y sustos. Los piratas malvados que atacaban a su amigo eran por lo menos una decena, y él no podría hacer nada ni siquiera contra uno solo de ellos. Santorio cerró los ojos y...
“Atrás, horribles bravucones!!” exclamó de pronto un buen mozo. “Dejad a este buen hombre, ni siquiera sabéis su nombre!”, canturreó otro, laúd en mano. Pero de pronto, sus figuras se hicieron presentes.
El primero de ellos, de gran presencia, y muy bien vestido, se adelantó un paso mientras desenvainaba su espada. Detrás de sus anteojos sus ojos brillaron en un destello de audacia. “Atrás”, repitió, “Si no quieren ser atravesados por mi espada”.
El otro, hombre menudo pero macizo, se acercó en gráciles movimientos mientras sus dedos bailaban sobre las cuerdas del laúd. “Corred sabandija’, que lo’ haremo’ botija!”, exclamó, acompañado de unas dulces notas de su instrumento.
Los delincuentes los observaron con expresiones de sorpresa, pero totalmente dispuestos a abalanzarse sobre ellos y propinarles la paliza de sus vidas (si sobrevivían). Pero el que tenía la espada, después de hacer un movimiento más bien ridículo, exclamó “Me conocen por Giulius, el destructor de hombres! Y me dicen así porque destruyo hombres!”. Mientras hablaba, acompañaba sus palabras con estoques y movimientos de su arma resplandeciente. “He matado a tantos hombres que el mismísimo Diablo se asustaría. Algunas piensan que yo soy inmortal, y no está en mis planes contradecirlos!”.
Mientras el caballero distraía a los malvados, el músico se acercó a escondidas a un asustado Leónidas y le dijo, asegurándose se que nadie lo oyera, “Sabemos quién es. Venga con nosotros, hemos sido contratados para protegerle”. Leónidas lo miró desconcertado, mientras el hombre lo ayudaba a ponerse en pie. “¿Contratados?... ¿Protegerme?”, pensó, sin encontrar respuestas. De pronto, Santorio reapareció frente a ellos, con una espada corta en sus manos.
“¡Déjalo!... Escoria de alta mar! Este hombre es mi amigo y lo protegeré con mi vida”, exclamó, dirigiéndose al músico. Sus manos temblorosas se movían frenéticamente hacia los costados, meneando ridículamente la espada en signo de amenaza.
“Aléjate tú, serpiente de aguas profundas!”, gritó el músico. “La vida de este hombre vale la mía, así que si he de enfrentarte, lo haré gustosamente.”, dijo, mientras revelaba una espada corta oculta detrás de su laúd.
Leónidas, ya más tranquilo, comprendió que ambos contrincantes estaba confundidos. Ambos creían que el otro era uno más de los bribones irrespetuosos. “Está bien Santorio, podemos confiar en él”, le dijo a su nervioso amigo. Luego, girando la cabeza para ver a su benefactor, le dijo “Está conmigo. Si no viene con nosotros, no voy.”. El músico los miró a ambos, desconfiando, y guardó su espada. “Está bien. Pueden llamarme Marious.”, dijo, a lo que agregó “El señor Hathaway nos espera en su barco. Podemos huir por un pasadizo que sólo Giulious y yo conocemos, vengan.”
Leónidas miró a Santorio mientras Marious se alejaba y les hacía un gesto para que lo siguieran. La expresión confundida de Santorio no encontraba respuesta en la de Leónidas, así que siguieron al muchacho hasta adentrarse en una callejuela oculta.
Mientras tanto, metros atrás, Giulious seguía distrayendo a sus contrincantes. “… doce barcos hundidos, 14 fragatas incendiadas, y todas por mi mano, ¡Sí señor!... Si me temen y desean abandonar el combate corriendo por sus vidas, lo entiendo perfectamente. Yo que ustedes lo haría, pero…”, dijo, haciendo una pausa incómoda mientras su mirada cambiaba a toda velocidad. “… ¡¿Qué es eso?!”, exclamó, señalando hacia la otra calle. Los malhechores se dieron vuelta, sorprendidos. Giulius aprovechó entonces para escabullirse entre la multitud. Mientras se alejaba, podía oír los gritos frustrados del grupo de malvivientes.
Minutos después se encontró en el muelle con su amigo Marious, con el Sr. Hathaway, con el príncipe, y con un nervioso, asustado y completo desconocido.

6 de diciembre de 2007

Verde, que te quiero verde

Bueno, el título de esta entrada no tiene nada que ver con lo que voy a hablar.
El tema que hoy me trae aquí es esa inexplicable costumbre que tenemos algunos de dar consejos en un tema, cuando somos los menos indicados. ¿Se entiende?
Me refiero a, por ejemplo, cuando un muchacho está mal con su novia, y un amigo está mal con la suya. Así que uno ayuda con consejos al otro, pero sin poder aplicarlos en sí mismo. (Tipo Hitch, la película)
Desarrollemos ese ejemplo.
Marcos está saliendo con Marta y Mario está saliendo con Martina. Marcos tiene problemas. Marta lo ignora, no le da cariño, le es indiferente. Él sabe que eso es por algo que él hace y no puede descubrir qué es. Trata de hacerlo todo bien, pero… Algo le sale mal.
Por otro lado, Martina le reclama a Mario la constancia con la que éste entra en su vida, casi diaria, y, siempre, muy “afectuosamente”. Martina se siente oprimida, perseguida. Y Mario no se da cuenta. No la entiende, pero quiere hacer algo para mejorar las cosas. Sabe que cuanto más busque a Martina, más se va a alejar, y teme perderla, aunque él no quiere alejarse.
Mario es amigo de Marcos.
Un día, salen a tomar un café. Marta se fue al club literario y Martina se quedó durmiendo en su casa, de donde vino Mario. Marcos pide un café con leche con medialunas y su amigo un licuado de banana y un tostado de jamón y queso. Mientras esperan, Mario trata de comenzar una conversación con uno de los Temas Genéricos (próximamente en La Cueva de Normandía).
- Hace mucho que no salíamos a tomar algo, no? – Dispara, con la plena seguridad de que apela al costado amiguero de Marcos.
- Cierto – Asiente su amigo, pero sin involucrarse demasiado con la respuesta.
- Serán ya… ¿Cuánto?... tr--
- Tengo problemas con Marta, Mario. No sé que hacer – Lo interrumpe, sacando a flote su vena egoísta. Sus movimientos son nerviosos, apresurados. Su mirada se hunde, pero de pronto explota en un vaivén frenético.
- Contame.
- Hace ya… Tres semanas, creo, que… No me da bola. No me habla, no me abraza... – Se detiene un segundo, tratando de escupir lo que viene a continuación – Ni siquiera me mira!... Trato de hacer todo bien, pero… - Duda durante un segundo.
- Quizás la estás persiguiendo mucho – Indaga Mario, intentando acercar su situación a la de su amigo.
- No sé. No sé. – Duda – Mirá. Vos sabés, yo ya te conté. Ella me dice que la hago feliz, pero… Su cara y su actitud no me muestran eso. Primero, siento que fallo en algo, y segundo, me siento mal. Aparte, que ella esté mal me hace mal.
Mario reflexiona unos momentos. Recuerda unas semanas atrás cuando Marcos y Marta parecían las dos personas más felices del planeta. Iban de un lado al otro de la mano, sonriendo, con una sola cosa en la cabeza: Ellos.
Pero de pronto Marta había dejado de ser esa persona, mientras que Marcos era el mismo. Y eso se notaba por todos lados. Entonces, repentinamente, a Mario se le ocurre una solución.
- Mirá… Yo te diría que tratés de darle su espacio. – Hace un silencio para observar la expresión de su amigo – Seguramente lo que le pasa tiene que ver con que se ven todos los días y a ella la asfixia un poco. Dale su espacio y su tiempo, y vas a ver que ella va a volver a vos. Como se dice “Uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde”.
- ¿Vos decís que le corte? ¿Que le pida un tiempo? – Reacciona inmediatamente Marcos.
- Puede ser. Depende de ustedes. La conocemos a Marta. Ella se da cuenta de este tipo de cosas.
- Pero… ¡Yo no quiero terminar con ella!
- Marcos… No tenés que estar de novio con una persona para amarla. A tu vieja la amás y no estás de novio con ella.
Marcos de pronto se queda callado, tratando de entender lo que su amigo le decía. Pensaba en Marta, y en cuánto la amaba. Y que quizás eso que decía su amigo fuera lo mejor.
- Creo que tenés razón Mario. Voy a ver qué hago. Seguramente lo charle con ella – Dice, esta vez mucho más tranquilo.
- Me parece bien. – Acota Mario.
Se dan un momento para beber sus respectivos desayunos, y procesar lo charlado. Marcos está a medio camino entre la tranquilidad y el desasosiego. Su amigo tiene razón, pero es muy duro tener que afrontar semejante decisión. Más allá de que le haga mal, él la ama. Y no quiere dejarla.
Mario, por otro lado, entiende perfectamente a su amigo. Está en una situación muy similar. Martina se siente asfixiada. Atosigada. No lo ignora, pero le reclama constantemente el poco espacio que tiene. No sabe si hablar de eso, cuando…
- Y vos… ¿Qué onda con Martina? – Pregunta Marcos.
- Ehm… Bien, creo. – Se apresura en contestar. Aún no está seguro si quiere hablar de ello.
- Ah, me alegro. Mandale saludos cuando la veas.
Mario ahí se da cuenta de que debería haberlo hablado, pero comienza a pensar en dejarlo pasar. Prefiere arreglar sus cosas con ella y no cargarle más problemas a su amigo.
- Che, cambiando de tema… ¿Cómo vas con tu proyecto? – Pregunta, esta vez, enfocando un tema completamente distinto.
- Ahh, genial. Me falta terminar unos diseños para las últimas entregas, pero si todo sale bien, lo tengo listo para diciembre. – Responde Marcos, encantado de entrar en un tema en el cual sus sentimientos no jueguen el papel principal.
- ¿Diciembre? – Pregunta asombrado Mario. - Mirá vos. Yo creía que… - Se detiene de pronto. Su expresión cambia a sorpresa mientras abre los ojos de sobre manera. Marcos se asusta, y, siguiendo el ángulo visual de Mario, se da vuelta, tratando de averiguar qué le había causado tal reacción. Encuentra a una mujer entrando al bar, un mozo sirviendo unas gaseosas, un nene con un globo. Vuelve a mirar a su amigo y éste tiene un celular en sus manos.
- ¡¿Qué pasa?! – Le pregunta, totalmente desorientado.
- Nada. Recibí un mensaje. – Contesta, mientras revisa la bandeja de entrada. Marcos deja escapar una sonrisa, riéndose de su propia ridiculez. – Es de Martina.
Mario lee el mensaje y no lo comprende. Minutos atrás, mientras entraba al bar, le había mandado un mensaje diciendo “al final, salimos hoy o no?”. Y ahora ella le respondió “No sé. Chau.”. Su expresión de pronto se hundió en la oscuridad, mientras que la de su amigo parecía cada vez más luminosa.
- Bueno… Te cuento – Murmura de repente. – No estoy tan bien con Martina.
Marcos lo mira, desorientado. Hace unos momentos la expresión de Mario mostraba una profunda tranquilidad, pero, de un momento al otro, se había transformado, para revelar ahora una preocupada desesperación.
Él siempre había sido del tipo que confiaba en todos, que no tenía problema en hablar sus cosas. Pero Mario era más reservado… Le recordaba a Marta. Además, él conocía muy pocas cosas de Martina. Ella era un misterio para Marcos. Sus gustos, sus actitudes, sus preferencias.
- Ya hace unos días que me reclama que la asfixio. – dice en un suspiro. Marcos de pronto recuerda las alusiones que había hecho Mario a esa palabra durante la conversación. Ahora entendía por qué. – Dice que soy muy constante, que…
- Que la seguís mucho. – Interviene Marcos.
- ¡Sí!... Hace un tiempo estábamos de lo más bien, pero… no entiendo…
- De un día al otro parece haber cambiado como otra persona. – Vuelve a interrumpir Marcos, para demostrarle que lo entiende completamente. – Sé a lo que te referís.
Mario miró por el vidrio hacia la calle. La niebla invernal de la mañana todavía la ocupaba. Los automóviles, cuales fantasmas, la atravesaban repentinamente al deslizarse por el pavimento húmedo. Las tenues figuras de las personas que se bamboleaban por las veredas parecían estar quietas, mientras aceleraban frenéticamente en alguna dirección. Sus expresiones reflejaban la idea del incesante ir y venir rutinario. Sus ojos se perdían, sus miradas se nublaban. Los autos desaparecían, la niebla se hacía más pesada. Toda idea perdía consistencia mientras la imagen de Martina se formaba suavemente en la oscuridad de la calle.
- La amo, Marcos. Pero no sé qué hacer.
- ¡Dios! – Exclama Marcos – Yo no te entiendo. – Dice, dejando perplejo a Mario. – Me acabas de decir algo que se puede aplicar exactamente de la misma manera a vos.
- ¿A qué te referís? – Pregunta Mario, perdido.
- ¿Qué me dijiste que debería hacer con Marta?
- Que se den un tiempo… O algo parecido. Pero…
- Bien. ¿Y por qué no hacés lo mismo con Martina? Va a resultar lo mismo. Se van a separar un tiempo, se van a extrañar, van a volver, va a ser buenísimo.
- ¿Buenísimo decís? – exclama Mario - ¿Sos consciente? ¿Que la deje, para que estemos mejor? ¿Qué te pasa, Marcos?... Pensaba que eras un tipo inteligente. Primero te hacés el que está mal y todo eso. Y ahora venís y me decís esta barbaridad.
- No, esperá. No te hagás el desentendido. Vos me dijiste eso. – Refuta Marcos.
- Pero es distinto.
- ¿Qué hablás? Dale, no te hagas el gil. Estamos en la misma.
- “Marquitos”... Vos y Marta son un mundo aparte. Tomá. Te dejo diez pesos. – Busca en su billetera, y extrae dos billetes de cinco.
- ¿Te vas? – Pregunta desilusionado Marcos.
- Sí.
- No estarás enojado, ¿Verdad?
- ¡Noooo! – Niega Mario - ¿Enojado, yo? – Agrega, sarcásticamente, sin mirar a los ojos a su amigo.
- Dale, no seas boludo, quedate y charlamos. – Insiste Marcos, con una débil esperanza.
- No, tengo cosas que hacer. – Dice, mientras se pone de pie y se adelanta hacia la salida.
- ¿Qué cosas? Me dijiste que tenías toda la mañana libre.
- Chau Marcos. A ver si podés compartir tus “ideas locas” con otra persona. - Dice ya sin voltearse, dirigiéndose hacia el extrior.
Marcos se quedó sentado y se dio cuenta que Mario no había terminado su licuado. Miró hacia sus costados, se acercó y bebió un sorbo. De paso, mordió el tostado sin terminar.
Casi sin darse cuenta, por su cabeza pasó fugazmente la palabra “pelotudo”.

¿Vieron?
Mario estaba hecho pelota, pero se largó a darle un consejo a Marcos. Y Cuando le preguntó a Marcos que debía hacer con Martina, ni se le pasó por la cabeza que él mismo tenía la respuesta.
¡Dios! ¡Pasa todo el tiempo! Si se dan cuenta, los consejos que le das a los demás no se aplican en vos. Como en los comics. Los superhéroes soportan sus propios superpoderes, es decir, no se pueden dañar a sí mismos. Sino, Superman se quemaría la cara cada vez que tirara rayos de calor por los ojos. ¿Entienden?