20 de agosto de 2010

Que en paz descanse

Aunque suene extraño, siempre que me encuentro en un velorio, no puedo evitar sentir un profundo sueño. Y, lejos de combatirlo, me dejo llevar por él, inclinando mi cabeza lentamente hacia un costado primero, cayendo profundamente dormido después.
La gente no se preocupa por despertarme: A algunos les escandaliza o disgusta, pero nunca podrían entablar una discusión en medio de semejante congregación social.
Entonces heme allí, durmiendo entre los parientes, los visitantes, los desconocidos.
Eso sí, tengo un pequeño problema. Cada vez que alguien se acerca al féretro sumisamente y con las mejores y más respetuosas intenciones, y murmura con sufrimiento Que en paz descanse, me despierto. No puedo evitarlo ni sé por qué sucede.
Puedo estar en el otro lado de la habitación, rodeado de gordas y otros posibles filtros de sonidos, pero siempre lo escucho y me despierto. No abro los ojos, no me sobresalto. Pero recobro conciencia, a la vez que formulo mentalmente mil insultos e injurias hacia el malnacido que se ha acercado a pronunciar la bendita frase ante el cadáver.
Resulta que estaba una vez allí, durmiendo, plácidamente entregado al cobijo de la inconsciencia y la suavidad etérea de los sueños, cuando lo escuché. Que en paz descanse. Cuando intenté nuevamente dejarme arrastrar a los reinos de Morfeo, alguien, un pequeño idiotita, lo pronunció nuevamente.
En el tercer intento, cuando ya me creía reclamado por las profundidades sublimes de la irrealidad subconsciente, una ronca voz de viejo se apuró a decirlo, como si supiese que iba a despertarme.
Lo que sucedió a continuación fue extraño. Se sucedió una larga fila de mujeres, cada una con una nueva forma de la frase mágica e inquietante. Que en paz descanse. Que esté con Dios. Ahora esta en un lugar mejor. Dios obra de maneras misteriosas. El señor en los cielos lo ha llamado y ahora descansa en él.
Harto, me incorporé hasta quedar sentado en medio del féretro y miré furibundo a las horrorizadas mujeres sin darles tiempo para aferrarse a sus rosarios.
- ¡Nunca voy a descansar en paz si me siguen rompiendo las pelotas!
Y agregué, mientras volvía a recostarme:
- ¡Háyase visto!

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