26 de agosto de 2010

Bisonte canadiense

Entonces, pónganse en esta situación: Viven a veinticinco punto cinco kilómetros de la concentración de urbe civilizada más cercana, donde encontrarán aquella tecnología que tan felices los hace. No cuentan con un medio de transporte propio, o al menos no por el momento (dado que el carruaje se averió, o, lo que es lo mismo, los caballos duermen). Han pedido turno con el médico para las horas diecinueve. Alguien va a estar esperándolos. Consideran que lo aconsejable y prudente sería dedicarse a la búsqueda de un medio móvil de transporte (público o privado) por lo menos una hora antes de la hora pactada. A lo que habría que sumarle una media hora de preparativos estéticos del orden textil (cambiarse). Con tranquilidad, entonces, podrían sortear todo obstáculo, previsible o no, comenzando el proceso a las diecisiete treinta.
Pero de pronto abren los ojos, que contemplan de manera borrosa el techo, y un sentido de urgencia les devora el alma. ¿Qué hago en la cama?
Y se sientan, tan rápido como un tren magnético fuera de control lo haría. Y tal vez más rápido. Opuesto al año lectivo, en el que despertarse cuesta horrores, su conciencia adquirió total lucidez a una velocidad lumínica. Y su mano, cual rayo, se apoderó del elemento horario más cercano (reloj despertador, de pulsera, de arena o de sombra), para corroborar el negro miedo que crecía en su interior.
Y cuando los números marcan las diecinueve con diez minutos ante sus infelices ojos, lo único que su alma puede sentir es un odio irrefrenable. Y un grito espantoso:

¡LA PUTA QUE LO PARIÓ!

En ese momento todas sus funciones corporales menos las motrices se detienen. Sólo hay tiempo para correr. Con el buzo en las piernas y el pantalón en la cara llegan a la calle, con la imprecisa certeza de que aquel sigue siendo su planeta. La gente, despreocupada, avanza a una velocidad tan ridículamente lenta, que dan ganas de golpearla.
Sin darse cuenta, ya han caminado una cuadra, pero parecen haber dado sólo tres pasos. Entonces son capaces de pagar un jet supersónico, entregar su cuerpo si es necesario para ello, con tal de llegar a tiempo. Pero no va a pasar. Saben que es imposible, porque no existe la manera de retroceder el tiempo. Miran el reloj de nuevo y son las diecinueve y diecisiete, con treinta y cuatro segundos. Pero, de pronto, ya son y treinta y cinco segundos.
El tiempo se les escapa.
Un ronroneo mecánico suena en la distancia y lo reconocen, enamorados, como el motor de un destartalado automóvil, de marca y modelos desconocidos. Tan desconocidos, que comienzan a dudar. ¿Se trata de un automóvil? ¿Es un gato gigante que se desliza por el pavimento?
A medida que la silueta crece, se tranquilizan. Es un automóvil, tiene por lo menos tres de las cuatro ruedas y no avanza a fuerza de pasos como en Los Picapiedras. Éste tiene pedales.
Ya encaramados al asiento de piel de bisonte canadiense, se dirigen al chofer, exigiéndole refuerce la velocidad como si de su propia vida se tratara. Éste reacciona de la siguiente manera: Colocándose unos lentes oscuros, elevando sus dedos índice y meñique en el clásico y eterno gesto de los “cuernitos”, y gritando a viva voz ¡YEEEAAAH, man! De pronto, su mano salta hacia la cassettera, que reproduce una cinta olvidada ya por el tiempo de la banda de metal pesado “Helvetica Black”.
Y, con toda su furia… Comienza a pedalear.
La canción, que habla del amor y del reencuentro con Dios en la santa práctica del suicidio masivo, se repite una y otra vez, quedando establecido como el único hit de dicha banda. Y como la única canción de dicha banda. Al compás de los melodiosos acordes de quena de bambú, los furiosos pies del chofer, poblados de pelo como en su barba, no así como en su reluciente e hipnotizante calva, empujan los pequeños pedales, impulsando el vehículo a una velocidad que es imposible de determinar. Ya que no hay velocidad alguna para determinar.
Han pasado días. Meses tal vez. El chofer no deja de cantar la canción. Y ustedes no dejan de escucharla, todavía preguntándose cómo es que hace ese estéreo para sonar en un auto sin batería. Y el auto se detiene.
Cuando se bajan, se sorprenden al ver que el asiento también baja con ustedes, para descubrir que no se trataba de piel de bisonte canadiense, sino de un bisonte canadiense vivo, real y confeso protestante. Incluso éste también lleva anteojos oscuros y un tatuaje con la leyenda “Sans-Serif Rocks”, haciendo alusión a uno de los integrantes de la banda, el bajista Juan Carlos Sans-Serif.
Por fin, cuando se dan vuelta ante el edificio de consultorios médicos, se apresuran por entrar. Saben que han llegado tarde. Que en estos meses su acompañante seguramente ha visitado al médico en tantas ocasiones que ya se ha casado con él y construido toda una vida en alguna costa itálica.
Pero cuando entran, se dan cuenta de que no es así.
Allí está, sentado en la sala de espera, aguardando su turno para ser atendido. Ven la hora y es real su sospecha: Son las diecinueve en punto de aquel día en que su viaje comenzó. Cuando se dan vuelta, el bisonte los mira de reojo y les hace un guiño, antes de desaparecer en un destello eléctrico, casi divino.
Y cuando menos lo piensan, su amigo se ha volteado hacia ustedes y les ha dirigido una sonrisa. En sus labios pueden leer la frase “Qué puntual”.
Parpadean.
Cuando abren los ojos, están contemplando el techo de manera borrosa. Un sentido de urgencia los devora. ¿Están en la cama?
Su reloj se los confirma. Las diecinueve con diez minutos.

¡LA PUTA QUE LO PARIÓ!

1 comentario:

Sole dijo...

Lo fucking subiste!
Adoro mucho el hecho de que finalmente lo hicieras. Con este escrito me atrapaste mas de lo que podrías haberte dado cuenta.
Con esto vi que tenías un potencial bárbaro, y que podías lograr algo que yo nunca pude, y es lograr plasmar, en forma de texto, la risa. Desde aquí, señor, lo miré con otros ojos. Un abrazo grande flaco.