23 de marzo de 2011

Luz y sangre

- Ya sale, ya sale. – Dijo, ajustando los controles.
Ella contuvo un espasmo y le gritó desde la parte trasera del auto.
- Pero vení. ¡Ya!
- Ya sale. Dame un segundo. – Le respondió, concentrado. Sus dedos se ajustaron alrededor de la cámara para presionar el botón de una vez por todas. A su espalda escuchó un murmullo, que luego interpretó como un llanto.
- Ya termino. – Aseguró, sin dejar de mirar por el réflex. El pavimento entonces soltó un suspiro de vapor, una señal, una conmoción de aire. El murmullo creció.
La cámara explotó en un chillido y la imagen quedó grabada en la película.
Satisfecho, giró para mirar el auto. El principio de un grito se alargó desde la parte trasera del auto, la cámara se partió en miles de pedazos al quedar comprimida entre la trompa del camión y su torso, sus piernas se perdieron por debajo del chasis y su cabeza se desparramó por el aire en glóbulos amorfos de consistencia más bien blanda.
Ridículo y magistral, su cuerpo se diseminó por el espacio y se mezcló con las partes de la cámara antes de descender hacia el calor del asfalto.

20 de marzo de 2011

Felicidad trucha

La noche la envolvía con la suciedad de la niebla tucumana. Las farolas la rociaban con suave luz, destellando sobre sus joyas baratas, su camisa adornada, su pulcritud indecente.

A lo lejos uno podía escucharla taconeando los adoquines a destiempo, tarareando siempre aquel tango de Celedonio Flores, suspirando entre cada estrofa. Sin cuidado, dejaba escapar algunas de las palabras de la canción, contaminando la orquesta nocturna  con su inconfundible voz de mujerzuela solitaria.

La prostituta, sin embargo, trabajaba el arte del engaño con minuciosa ejecución.

Cada cosa era un recuerdo que la vida me amargaba: por eso me la pasaba fulero, rante y tristón.

Tras cada suspiro la prostituta tomaba aire con decisión y retomaba el murmullo de mujer dolida, sacudiendo su boa de plumas falsas como una extensión de su cuerpo.

Sus ojos enormes se posaban sobre cada transeúnte de manera disimulada, hurgándolos entrometidamente, entrando en sus bolsillos, sus gestos y sus manos. Buscando posibilidades, buscando cómo construir la próxima trampa, el próximo engaño.

La prostituta sabía qué decir, y siempre tenía la respuesta correcta. Prefería a los débiles de corazón y a los pobres de intelecto; aunque también se entusiasmaba con los desafíos que le proponía un hombre de aparente decencia. Un hombre con una mujer en casa, con una vida a la que volver.

Ella podía ver hasta las necesidades más íntimas de cada hombre. Y podía transformarse, alterar su apariencia para ser aquella que cada desesperado necesitaba.
Y nadie podía resistirse. La prostituta, amante infame, vendía felicidad trucha y buscaba los clientes que no podían comprar una de verdad.

No se sabe qué fue de la prostituta. Sus clientes fueron dejándola de uno en uno, descubriendo su falsedad, comprendiendo su vacío. Cuando el último de ellos por fin la abandonó, la prostituta caminó, tarareando, hacia la pesada niebla, y, entre humos de cigarrillo, se perdió.

6 de marzo de 2011

Blog de viaje I

Cabeceo, forzado por la somnolencia que hace horas me atosiga, y me rindo, encontrando inesperada la comodidad en el semi-cama. Horas después me un sacudón me despierta y aprovecho por primera vez en el trayecto para mirar por la ventanilla.
No me sorprende ver allí, a través del cristal atacado por manchas de viajera tierra reseca, la siempre ubicua parafernalia citadina que confunde por su aparente familiaridad. ¿Cómo distinguir ésa de tantas otras veredas similares?
Trae a mi memoria este detalle el particularmente alegre suceso cuya joven protagonista, en su primera incursión a tierras tucumanas desde su Capital Federal natal, despertó en el asiento del micro después de un largo sueño, que la ha privado de la contemplación de lo paisajes en constante desfile, y (sin saberlo) ya en su destino, miró a través de una ventanilla muy similar a la que ahora me acompaña en solemne silencio, y encontró un collage de veredas, postes, y gentes muy similar al que ahora miro (Y que con mucha facilidad podrán imaginar), y preguntó: ¿Todavía estamos en Buenos Aires?
Uno pensaría que la pobre chica fue incapaz de percibir, a lo largo de su pesado e imperturbable sueño, la necesaria noción de tiempo que la llevase a concluir eficazmente la sencilla respuesta a tan inocente pregunta.
Pero no.
La señorita se había sorprendido al no encontrar en esas calles los carruajes, caminos de tierra, peinetas y sombreros de copa que habían ilustrado, tan didácticamente, sus manuales escolares sobre el Tucumán colonial.


De a momentos la soledad cobra abrumadora presencia.
Pero de a momentos pretendo dormir y hacer de cuenta que no está ahí, con bastante éxito.


P.D.: En su bamboleo de embarcación, en su zumbido de turbina aérea, en su repiqueteo constante contra el asfalto rutero; el vehículo que me contiene no deja de parecerme un absurdo híbrido de sensaciones viajeras. 

23 de febrero de 2011

La puerta del sótano

Sucedió que desperté de un sueño fantástico; un sueño tan maravilloso que la ilusión de realidad fue perfecta hasta el punto de no querer abandonarla. Perfecta tanto por su inverosímil verosimilitud; tanto por mi deseo de que así fuera: real.
Desperté, y de pronto (sin escrúpulos) la realidad me llegó como una cachetada, sacudiéndome en su imperfección, y en la abismal distancia que me separaba de esa utopía que acababa de soñar.
Y, como muchas veces había sucedido, la melancolía instantánea, como la sensación que sentimos al estar de viaje, en el momento que tenemos que volver. No queremos volver. Queremos que el viaje dure más. Conocer más el lugar, la gente. Quedarnos, aunque fuera un par de horas más, con tal de poder seguir observando a esa mágica persona de lejos.
Pero el regreso es irrevocable. Y la mente, tan huraña e incomprensible como es, nos plantea la horrible posibilidad de nunca más volver. De cerrar los ojos con la ilusa esperanza de volver a soñar eso, cuando es muy probable que no pase.
Sin embargo, me desperté. Y me puse como meta volver. Vencer donde tantas veces había fracasado. Tomar el control. Regresar.
Sin levantarme de la cama, (y aún algo soñoliento) imaginé que estaba dentro de una casa. Una casa vacía, sin adornos, muebles o decoración alguna. Una casa con paredes y suelo de madera. Me imaginé parado dentro de ella, solo (Aunque por alguna razón recuerdo la sombra de alguien más). Esa casa era mi mente. Mi mente despierta.
Frente a mí imaginé una puerta. Una de esas puertas dobles, grandes, horizontales sobre el suelo, que llevan a un sótano. Las puertas estaban abiertas. Me imaginé caminando hacia ellas, y, al llegar, mirando su interior. No había nada. Ni escaleras, ni suelo. Sólo una oscuridad, una profundidad absoluta.
Salté dentro.
Cuando caí, caí en la misma casa; pero más adentro. Ahora era una etapa más profunda del sueño, un nivel más profundo de mi mente. Y, ante mí, la misma puerta.
Mi meta era llegar tan adentro como fuera necesario. Tan hacia el centro de mi mente como esta práctica lo requiriese, siempre y cuando volviera al mismo sueño.
Así que repetí el salto, repetí la caída. Muchas veces. Siempre cayendo en la misma casa. No hacía otra cosa. No exploraba otras habitaciones, otros lugares. Simplemente, al aparecer, otra vez, en el mismo lugar, caminaba hacia las puertas abiertas y saltaba dentro.
Y así lo hice. Los primeros saltos fueron en plena consciencia. Yo estaba imaginándolo, concentrándome para que así fuera. Pero, a medida que la profundidad alcanzada se volvía cada vez más vertiginosa, entraba en una etapa más avanzada del sueño. Hasta que uno de los saltos no fue imaginado. Fue soñado.
Y, cuando caí, no caí en la misma casa. Caí en el sueño al que quería volver.
Casi pude distinguir el momento, la transición de consciencia a inconsciencia, que por alguna razón perdemos al dormir. Aunque decidamos contar ovejas para conciliar el sueño, nunca vamos a recordar en qué oveja nos dormimos. Siempre se nos escapa ese momento.
Pero nunca dejé de ver la casa, las puertas, el salto. Y, sin embargo, supe cuando uno de ellos ya no era mi decisión consciente de imaginarme dentro de una casa, sino el escenario onírico de otro sueño, exactamente igual a lo que estaba imaginando. Y supe que al entrar, estaría volviendo.

12 de febrero de 2011

Volver


Imagino y pienso varias veces que me gustaría mucho volver. Volver a ese lugar, caminar por esas calles, respirar ese aire. Sentir la libertad, la carencia absoluta de presión, la posibilidad constante de evasión.
Calzarme las zapatillas, ponerme una remera cómoda, el jean gris, meter un par de cosas en el bolso y salir, llave en mano, otra vez, al amor y la emoción que esas calles antecedían.
Pienso en la postura que tomaría, la velocidad que agarraría para llegar a tiempo, mi mirada al cruzar las calles, mi sonrisa al pensar en mi destino, las sensaciones de tranquilidad y felicidad que a veces me faltan.
Pienso la por completo desconocida población, que parece ser el decorado de una película, funcional; tan sólo una forma de hacer que ese lugar parezca más real, que tenga más sentido.
Los edificios, igual. Nunca pienso en entrar en alguno de ellos. Pienso que cada puerta conduce a un universo negro e imposible de nada.
Pero eso ni me desanima ni me tiene ocupado. Yo sólo camino. Camino, a veces abrigado, a veces con calor, con mayor o menor apuro; pero siempre camino esas cinco cuadras, que se me hicieron tan cortas, tan fácilmente transitables.
Y pienso que al llegar, entre nervios y ansiedades, voy a tocar el timbre y nadie va a responder.
Voy a dar un paso atrás y me voy a dar cuenta de que el lugar no existe.
Voy a intentar retroceder, pero de pronto voy a estar en ningún lugar. Todos los decorados se van a desmoronar como polvo o castillos de naipes.
Y después me voy a dar cuenta de que imposible volver.

De Sting y otras cosas


Ella yéndose y yo, otra vez, viéndola partir.
La contemplé unos segundos, hasta que me fue imposible distinguir los contornos de su rostro y la percibí como una pequeña mota de claridad de un fondo oscuro. Entonces fue, con resignación, que decidí marcharme.
Caminé lentamente, al ritmo de serias cavilaciones que la involucraban con rigurosa intensidad; intensidad que me hacía necesitarla de a momentos. Necesitarla.

- Existe una diferencia. Entre creer que no va a suceder y simplemente no querer que suceda. – Había tratado de explicarle.
En mi intento me había sentido inútil. Quizás porque la idealizo tanto. Sé que tales explicaciones no tienen contenido: son mis actos los que realmente cuentan. Las palabras son fugaces, desaparecen. Entonces me di cuenta de que no buscaba explicarme; aquello sería casi un insulto hacia su intelecto. Se trataba de mi impaciencia. No podía esperar a mis actos. Quería que ella se diera cuenta en ese instante, el de la partida, de la despedida, que sentía amor por ella, que la esperaría. Quería demostrárselo, sin decírselo. No, nunca decírselo.
Pero para demostrar hacen falta actos, no dichos. La eterna necesidad del acto empírico, y en este caso, románticamente heroico. La espera. De meses, años. Aunque realmente no interesa: la mecánica medida de tiempo es insignificante en comparación al acto real de amor. Un segundo es igual, en dolor y esperanza, a una vida. O son asombrosamente vacuos.
En ese momento no pensaba en términos de dolor, pero sí de lealtad. Me es tan difícil ser claro en este aspecto. Trataba de demostrarle, de alguna manera, cuánto la quería y el tiempo que la esperaría. O, más precisamente, cuánto quería poder esperarla tanto tiempo, enfrentándome a su sinceridad y a la realidad misma de aquellas palabras, que tan duramente salieron de sus labios, con aterradora suavidad.
- No puedo asegurarte nada. Así como vos tampoco.
A partir de ese momento me fue fácil imaginarla con su mano rodeando su frente y sus sienes, ocultando sus ojos; aunque sólo haría aquello estando acostada e íntimamente próxima a mi rostro. En el momento de la despedida, sin embargo, resultaba ser distinta, cambiando su porte en el sentido afectivo.

- Lo que sucede, es que sos nómada. – Le había dicho, generando en ella una sonrisa de reconocimiento.
Con tanta facilidad y lógica había caído en esa deducción, que no me había parecido extraordinaria, pero… ¡Cuán magnífica y acertada resultaba ser! Una definición ecuánime y perversamente subjetiva, ajustada a los movimientos que tanto la habían intranquilizado. Su cuerpo, viajando constantemente de provincia en provincia. Cambiando de hogar, de padres, de pareja. Su mente, por tanto, debiera ser igual. Emigrante de ideas, sentimientos y convicciones. La excusa perfecta.
- Lo que te diga hoy, seguramente será distinto mañana. Que no te sorprenda.
Pero no la culpo por ello. La entiendo… Y me asusta. Porque me enamora más.
Al establecerse definitivamente, ¿Permanecerá este encanto que la caracteriza?

- Lo que sucede, es que te siento como mi igual. – Había concluido. Con esa frase trataba de resumir la profunda fascinación a la que me veía sometido cada vez que compartía tiempo con ella.
No se trataba de una simple similitud de gustos y aficiones, sino de algo más profundo. Dadas las situaciones, podía comprobar cómo nuestros procesos mentales se parecían, cada vez más, llegando yo a conocer sus conclusiones o razones antes de que ella necesitarla verbalizarlas realmente. Me sentía como un huésped que conocía de antemano la configuración de la casa a la que había llegado. Nunca estaba perdido.
Ella, sin embargo, aunque reconocía esta cuestión como mutua, prefería abstraerse de ella. Por haber estado vagando de situación en situación (de pareja en pareja), había perdido la costumbre de permitir que alguien penetrara demasiado profundo en los laberintos de su alma. Y se hacía aún más extraño que alguien conociera exactamente qué curvas tomar, qué recovecos visitar. Rápidamente tendría que reaccionar, acomodarse. Enfrentar nuevamente aquello que había tratado de evitar: Establecerse en su corazón sin poder hacerlo en su vida.
Y mi llegada era inminente.
- Creo que podría enamorarme de vos… Pero no sé si serías mi novio.
Al decir aquello no pudo doblegar mi esperanza. Lo veía como una negación, ante la espera. Si no es ahora, llegué a pensar, será cuando vuelvas.

- Quiero quedarme con vos, y, sin embargo, no puedo hacerlo.
Al decirlo, no había podido evitar reprocharme en silencio. ¡Cuántas barrabasadas podían salir de mi boca! Idiota de mi parte, pretender que ella confiara en mi, que se entregara a mi sinceridad con una seguridad tan volátil y translúcida; frágil como una copa de cristal en caída libre que por alguna razón ha quedado suspendida en el aire.
Pretendiendo que, como si fuese su última alternativa, me esperase hasta que las tormentas de mi mente se calmasen para dejarla entrar. Curiosamente, habíamos invertido la situación: Yo había reconocido mi incapacidad para convertirme en una pareja, ella había admitido su necesidad de poseer un ancla, una persona que estuviera en un lugar al que ella siempre pudiese volver, del que partir y al que pertenecer. Y, entre tanto desvarío y resentimiento, dejábamos escapar hirientes “te amo”, horrendas armas de doble filo que penetran la piel y consumen desde dentro. Una herida que no queríamos cerrar.
Y ella, enojada, resistía los puñales y cortes hasta que alguno de ellos cortaba esa zona que aún trataba de cuidar. Que por un tiempo, estúpida y crédula, había dejado expuesta.
- No puedo esperar nada de vos. Ni palabras ni hechos. No puedo confiar.
¿Qué podría responderle? Ni aún con la fría distancia telefónica podía defenderme ni argumentar. No era digno de su confianza. Aún así, de alguna manera, se atrevía a decir que me amaba. Y aquello me reservaba ciertas esperanzas: Sí quería esperarme, sí quería confiar, si quería amarme y entregarse. Yo podía ser ese ancla. Pero tendría que, de alguna manera, demostrarlo. Ganarlo. Serlo, sin pedirlo, ni hacerlo ni decirlo.
Al pensar en todo aquello todavía podía ver la copa suspendida, con los nervios alterados ante la incertidumbre de nunca saber cuando caería y se haría añicos. Y si alguno de los dos estaría listo para ese momento. Para contenerla antes de que cayese, o desactivar el mecanismo milagroso que la había salvado y así propiciar su muerte simbólica.

Las murallas


¿Hasta dónde llegarán?
Me pregunté mirando las infinitas murallas.
Me descubrí de pronto estudiándolas, tratando de encontrarles sentido. ¿Cuánto había caminado, bajo su arrogante imponencia? No podía recordar el comienzo del recorrido, del sinuoso camino que me conducía indefinidamente hacia algún lugar desconocido.
Bajo mis pies, un asfalto suave, de una desconcertante superficie lisa, se prolongaba en curvas hacia delante y hacia atrás, sin marcas, sin señales. Y donde éste terminaba, hacia los costados, se alzaban las murallas sin dejar siquiera un centímetro entre los dos.
Las murallas. ¿Hasta dónde llegarán?
Las miré otra vez, incapaz de hallarles una explicación. Perfectamente verticales, se alzaban hasta fundirse en un gris estrepitoso, como un cielo raso desenfocado a kilómetros de altura. El rojo fulminante de los ladrillos (a veces naranja), no perdía fuerza en la altura, pero estoy seguro de que mis ojos no podrían ser capaces de ver a tan larga distancia. De cualquier manera, las murallas también tomaban las curvas que el asfalto les proponía, guiándome a través de un pasillo vacío, silencioso y pesado.
El aire parecía demasiado limpio, hasta esterilizado; sin saberlo tenía la certeza de que nunca podría hallar una sola mota de polvo si la buscara.
Cada curva sugería un misterio. La trampa de la esperanza que me hacía creer que al girar llegaría al final del recorrido o a cualquier otro lugar.
Pero me encontraba con otra curva; el camino nunca terminaba.
De pronto, en un tramo sorprendentemente largo, me pareció notar algo.
Sí, era la silueta de una persona en la distancia.

Cortes

Un pedacito de texto que encontré por ahí, mío pero no lo recuerdo.


¿Con qué otra sensación sino impaciencia podía esperar a la llegada del siguiente minuto? Cualquier otra persona, y realmente quiero decir cualquiera, habría sentido lo mismo: una completa e inevitable impaciencia. Poniéndose en mi situación, fácilmente uno puede hacerse a la idea de la total desesperación, un momento en el que todas las facultades humanas se saben impotentes e ineficaces ante una situación determinada. Donde, haga lo que haga, todo va a salir mal.
Definitivamente, ésa era la situación en la que me encontraba.
Desde la delgada capa de sudor que separaba mi mano del revólver, hasta el aire frío que se colaba por el cuello de mi camisa, de alguna forma estaba seguro de que ya nada podía salir bien. Todo lo que había planeado, lo que había previsto, había salido en sentido inverso. Absolutamente invertido.

Quién

El que busca en el mundo una iluminación, un color, una sombra, un reflejo; que encuadra, que pone en foco, que desenfoca.
El que observa un rostro y repasa trazos sobre sus líneas, redibuja contornos, prueba tramas, sombreados.
El que observa un edificio y de-construye las fachadas, las columnas y las entradas, los espacios y caminos, escaleras y escalinatas.
El que, sentado en una plaza, compone una detallada descripción de lo que observa, selecciona las palabras, ya sea más poesía o más rigurosidad.
El que reflexiona sobre los tonos de color, los pigmentos, sus combinaciones, pinceles, pinceladas.
El que medita sobre las cuestiones últimas de la existencia, el equilibrio, la vida, el alma, el pensamiento; que busca sentido y respuestas.
El que se maravilla ante átomos, fuerzas, movimientos, energías, gravedad.
El que repasa movimientos y distintas formas de golpes, posturas y posiciones; que entrena y practica.
El que se imagina en la piel de otra persona, imaginaria o real, y desarrolla una actuación, que gesticula y se mueve, que personifica e imita.
El que admira las historietas de superhéroes.
El que ama la ciencia ficción.
El coleccionista.
El que prefiere el campo a la ciudad.
El que prefiere la ciudad al campo.
El que ama viajar y conocer lugares nuevos.
El que ama sin compromiso.
El que se compromete sin amar.
El que ama comprometido.
El que no se satisface con lo que aprende y crea sus ideas, cuestionando todo lo impuesto por la sociedad.
El que acepta lo aprendido.
El egoísta.
El que tiene buenas intenciones.
El que cree que el fin justifica los medios.


¿Cuál es Santiago?