23 de marzo de 2011

Luz y sangre

- Ya sale, ya sale. – Dijo, ajustando los controles.
Ella contuvo un espasmo y le gritó desde la parte trasera del auto.
- Pero vení. ¡Ya!
- Ya sale. Dame un segundo. – Le respondió, concentrado. Sus dedos se ajustaron alrededor de la cámara para presionar el botón de una vez por todas. A su espalda escuchó un murmullo, que luego interpretó como un llanto.
- Ya termino. – Aseguró, sin dejar de mirar por el réflex. El pavimento entonces soltó un suspiro de vapor, una señal, una conmoción de aire. El murmullo creció.
La cámara explotó en un chillido y la imagen quedó grabada en la película.
Satisfecho, giró para mirar el auto. El principio de un grito se alargó desde la parte trasera del auto, la cámara se partió en miles de pedazos al quedar comprimida entre la trompa del camión y su torso, sus piernas se perdieron por debajo del chasis y su cabeza se desparramó por el aire en glóbulos amorfos de consistencia más bien blanda.
Ridículo y magistral, su cuerpo se diseminó por el espacio y se mezcló con las partes de la cámara antes de descender hacia el calor del asfalto.

20 de marzo de 2011

Felicidad trucha

La noche la envolvía con la suciedad de la niebla tucumana. Las farolas la rociaban con suave luz, destellando sobre sus joyas baratas, su camisa adornada, su pulcritud indecente.

A lo lejos uno podía escucharla taconeando los adoquines a destiempo, tarareando siempre aquel tango de Celedonio Flores, suspirando entre cada estrofa. Sin cuidado, dejaba escapar algunas de las palabras de la canción, contaminando la orquesta nocturna  con su inconfundible voz de mujerzuela solitaria.

La prostituta, sin embargo, trabajaba el arte del engaño con minuciosa ejecución.

Cada cosa era un recuerdo que la vida me amargaba: por eso me la pasaba fulero, rante y tristón.

Tras cada suspiro la prostituta tomaba aire con decisión y retomaba el murmullo de mujer dolida, sacudiendo su boa de plumas falsas como una extensión de su cuerpo.

Sus ojos enormes se posaban sobre cada transeúnte de manera disimulada, hurgándolos entrometidamente, entrando en sus bolsillos, sus gestos y sus manos. Buscando posibilidades, buscando cómo construir la próxima trampa, el próximo engaño.

La prostituta sabía qué decir, y siempre tenía la respuesta correcta. Prefería a los débiles de corazón y a los pobres de intelecto; aunque también se entusiasmaba con los desafíos que le proponía un hombre de aparente decencia. Un hombre con una mujer en casa, con una vida a la que volver.

Ella podía ver hasta las necesidades más íntimas de cada hombre. Y podía transformarse, alterar su apariencia para ser aquella que cada desesperado necesitaba.
Y nadie podía resistirse. La prostituta, amante infame, vendía felicidad trucha y buscaba los clientes que no podían comprar una de verdad.

No se sabe qué fue de la prostituta. Sus clientes fueron dejándola de uno en uno, descubriendo su falsedad, comprendiendo su vacío. Cuando el último de ellos por fin la abandonó, la prostituta caminó, tarareando, hacia la pesada niebla, y, entre humos de cigarrillo, se perdió.

6 de marzo de 2011

Blog de viaje I

Cabeceo, forzado por la somnolencia que hace horas me atosiga, y me rindo, encontrando inesperada la comodidad en el semi-cama. Horas después me un sacudón me despierta y aprovecho por primera vez en el trayecto para mirar por la ventanilla.
No me sorprende ver allí, a través del cristal atacado por manchas de viajera tierra reseca, la siempre ubicua parafernalia citadina que confunde por su aparente familiaridad. ¿Cómo distinguir ésa de tantas otras veredas similares?
Trae a mi memoria este detalle el particularmente alegre suceso cuya joven protagonista, en su primera incursión a tierras tucumanas desde su Capital Federal natal, despertó en el asiento del micro después de un largo sueño, que la ha privado de la contemplación de lo paisajes en constante desfile, y (sin saberlo) ya en su destino, miró a través de una ventanilla muy similar a la que ahora me acompaña en solemne silencio, y encontró un collage de veredas, postes, y gentes muy similar al que ahora miro (Y que con mucha facilidad podrán imaginar), y preguntó: ¿Todavía estamos en Buenos Aires?
Uno pensaría que la pobre chica fue incapaz de percibir, a lo largo de su pesado e imperturbable sueño, la necesaria noción de tiempo que la llevase a concluir eficazmente la sencilla respuesta a tan inocente pregunta.
Pero no.
La señorita se había sorprendido al no encontrar en esas calles los carruajes, caminos de tierra, peinetas y sombreros de copa que habían ilustrado, tan didácticamente, sus manuales escolares sobre el Tucumán colonial.


De a momentos la soledad cobra abrumadora presencia.
Pero de a momentos pretendo dormir y hacer de cuenta que no está ahí, con bastante éxito.


P.D.: En su bamboleo de embarcación, en su zumbido de turbina aérea, en su repiqueteo constante contra el asfalto rutero; el vehículo que me contiene no deja de parecerme un absurdo híbrido de sensaciones viajeras. 

23 de febrero de 2011

La puerta del sótano

Sucedió que desperté de un sueño fantástico; un sueño tan maravilloso que la ilusión de realidad fue perfecta hasta el punto de no querer abandonarla. Perfecta tanto por su inverosímil verosimilitud; tanto por mi deseo de que así fuera: real.
Desperté, y de pronto (sin escrúpulos) la realidad me llegó como una cachetada, sacudiéndome en su imperfección, y en la abismal distancia que me separaba de esa utopía que acababa de soñar.
Y, como muchas veces había sucedido, la melancolía instantánea, como la sensación que sentimos al estar de viaje, en el momento que tenemos que volver. No queremos volver. Queremos que el viaje dure más. Conocer más el lugar, la gente. Quedarnos, aunque fuera un par de horas más, con tal de poder seguir observando a esa mágica persona de lejos.
Pero el regreso es irrevocable. Y la mente, tan huraña e incomprensible como es, nos plantea la horrible posibilidad de nunca más volver. De cerrar los ojos con la ilusa esperanza de volver a soñar eso, cuando es muy probable que no pase.
Sin embargo, me desperté. Y me puse como meta volver. Vencer donde tantas veces había fracasado. Tomar el control. Regresar.
Sin levantarme de la cama, (y aún algo soñoliento) imaginé que estaba dentro de una casa. Una casa vacía, sin adornos, muebles o decoración alguna. Una casa con paredes y suelo de madera. Me imaginé parado dentro de ella, solo (Aunque por alguna razón recuerdo la sombra de alguien más). Esa casa era mi mente. Mi mente despierta.
Frente a mí imaginé una puerta. Una de esas puertas dobles, grandes, horizontales sobre el suelo, que llevan a un sótano. Las puertas estaban abiertas. Me imaginé caminando hacia ellas, y, al llegar, mirando su interior. No había nada. Ni escaleras, ni suelo. Sólo una oscuridad, una profundidad absoluta.
Salté dentro.
Cuando caí, caí en la misma casa; pero más adentro. Ahora era una etapa más profunda del sueño, un nivel más profundo de mi mente. Y, ante mí, la misma puerta.
Mi meta era llegar tan adentro como fuera necesario. Tan hacia el centro de mi mente como esta práctica lo requiriese, siempre y cuando volviera al mismo sueño.
Así que repetí el salto, repetí la caída. Muchas veces. Siempre cayendo en la misma casa. No hacía otra cosa. No exploraba otras habitaciones, otros lugares. Simplemente, al aparecer, otra vez, en el mismo lugar, caminaba hacia las puertas abiertas y saltaba dentro.
Y así lo hice. Los primeros saltos fueron en plena consciencia. Yo estaba imaginándolo, concentrándome para que así fuera. Pero, a medida que la profundidad alcanzada se volvía cada vez más vertiginosa, entraba en una etapa más avanzada del sueño. Hasta que uno de los saltos no fue imaginado. Fue soñado.
Y, cuando caí, no caí en la misma casa. Caí en el sueño al que quería volver.
Casi pude distinguir el momento, la transición de consciencia a inconsciencia, que por alguna razón perdemos al dormir. Aunque decidamos contar ovejas para conciliar el sueño, nunca vamos a recordar en qué oveja nos dormimos. Siempre se nos escapa ese momento.
Pero nunca dejé de ver la casa, las puertas, el salto. Y, sin embargo, supe cuando uno de ellos ya no era mi decisión consciente de imaginarme dentro de una casa, sino el escenario onírico de otro sueño, exactamente igual a lo que estaba imaginando. Y supe que al entrar, estaría volviendo.

12 de febrero de 2011

Volver


Imagino y pienso varias veces que me gustaría mucho volver. Volver a ese lugar, caminar por esas calles, respirar ese aire. Sentir la libertad, la carencia absoluta de presión, la posibilidad constante de evasión.
Calzarme las zapatillas, ponerme una remera cómoda, el jean gris, meter un par de cosas en el bolso y salir, llave en mano, otra vez, al amor y la emoción que esas calles antecedían.
Pienso en la postura que tomaría, la velocidad que agarraría para llegar a tiempo, mi mirada al cruzar las calles, mi sonrisa al pensar en mi destino, las sensaciones de tranquilidad y felicidad que a veces me faltan.
Pienso la por completo desconocida población, que parece ser el decorado de una película, funcional; tan sólo una forma de hacer que ese lugar parezca más real, que tenga más sentido.
Los edificios, igual. Nunca pienso en entrar en alguno de ellos. Pienso que cada puerta conduce a un universo negro e imposible de nada.
Pero eso ni me desanima ni me tiene ocupado. Yo sólo camino. Camino, a veces abrigado, a veces con calor, con mayor o menor apuro; pero siempre camino esas cinco cuadras, que se me hicieron tan cortas, tan fácilmente transitables.
Y pienso que al llegar, entre nervios y ansiedades, voy a tocar el timbre y nadie va a responder.
Voy a dar un paso atrás y me voy a dar cuenta de que el lugar no existe.
Voy a intentar retroceder, pero de pronto voy a estar en ningún lugar. Todos los decorados se van a desmoronar como polvo o castillos de naipes.
Y después me voy a dar cuenta de que imposible volver.

De Sting y otras cosas


Ella yéndose y yo, otra vez, viéndola partir.
La contemplé unos segundos, hasta que me fue imposible distinguir los contornos de su rostro y la percibí como una pequeña mota de claridad de un fondo oscuro. Entonces fue, con resignación, que decidí marcharme.
Caminé lentamente, al ritmo de serias cavilaciones que la involucraban con rigurosa intensidad; intensidad que me hacía necesitarla de a momentos. Necesitarla.

- Existe una diferencia. Entre creer que no va a suceder y simplemente no querer que suceda. – Había tratado de explicarle.
En mi intento me había sentido inútil. Quizás porque la idealizo tanto. Sé que tales explicaciones no tienen contenido: son mis actos los que realmente cuentan. Las palabras son fugaces, desaparecen. Entonces me di cuenta de que no buscaba explicarme; aquello sería casi un insulto hacia su intelecto. Se trataba de mi impaciencia. No podía esperar a mis actos. Quería que ella se diera cuenta en ese instante, el de la partida, de la despedida, que sentía amor por ella, que la esperaría. Quería demostrárselo, sin decírselo. No, nunca decírselo.
Pero para demostrar hacen falta actos, no dichos. La eterna necesidad del acto empírico, y en este caso, románticamente heroico. La espera. De meses, años. Aunque realmente no interesa: la mecánica medida de tiempo es insignificante en comparación al acto real de amor. Un segundo es igual, en dolor y esperanza, a una vida. O son asombrosamente vacuos.
En ese momento no pensaba en términos de dolor, pero sí de lealtad. Me es tan difícil ser claro en este aspecto. Trataba de demostrarle, de alguna manera, cuánto la quería y el tiempo que la esperaría. O, más precisamente, cuánto quería poder esperarla tanto tiempo, enfrentándome a su sinceridad y a la realidad misma de aquellas palabras, que tan duramente salieron de sus labios, con aterradora suavidad.
- No puedo asegurarte nada. Así como vos tampoco.
A partir de ese momento me fue fácil imaginarla con su mano rodeando su frente y sus sienes, ocultando sus ojos; aunque sólo haría aquello estando acostada e íntimamente próxima a mi rostro. En el momento de la despedida, sin embargo, resultaba ser distinta, cambiando su porte en el sentido afectivo.

- Lo que sucede, es que sos nómada. – Le había dicho, generando en ella una sonrisa de reconocimiento.
Con tanta facilidad y lógica había caído en esa deducción, que no me había parecido extraordinaria, pero… ¡Cuán magnífica y acertada resultaba ser! Una definición ecuánime y perversamente subjetiva, ajustada a los movimientos que tanto la habían intranquilizado. Su cuerpo, viajando constantemente de provincia en provincia. Cambiando de hogar, de padres, de pareja. Su mente, por tanto, debiera ser igual. Emigrante de ideas, sentimientos y convicciones. La excusa perfecta.
- Lo que te diga hoy, seguramente será distinto mañana. Que no te sorprenda.
Pero no la culpo por ello. La entiendo… Y me asusta. Porque me enamora más.
Al establecerse definitivamente, ¿Permanecerá este encanto que la caracteriza?

- Lo que sucede, es que te siento como mi igual. – Había concluido. Con esa frase trataba de resumir la profunda fascinación a la que me veía sometido cada vez que compartía tiempo con ella.
No se trataba de una simple similitud de gustos y aficiones, sino de algo más profundo. Dadas las situaciones, podía comprobar cómo nuestros procesos mentales se parecían, cada vez más, llegando yo a conocer sus conclusiones o razones antes de que ella necesitarla verbalizarlas realmente. Me sentía como un huésped que conocía de antemano la configuración de la casa a la que había llegado. Nunca estaba perdido.
Ella, sin embargo, aunque reconocía esta cuestión como mutua, prefería abstraerse de ella. Por haber estado vagando de situación en situación (de pareja en pareja), había perdido la costumbre de permitir que alguien penetrara demasiado profundo en los laberintos de su alma. Y se hacía aún más extraño que alguien conociera exactamente qué curvas tomar, qué recovecos visitar. Rápidamente tendría que reaccionar, acomodarse. Enfrentar nuevamente aquello que había tratado de evitar: Establecerse en su corazón sin poder hacerlo en su vida.
Y mi llegada era inminente.
- Creo que podría enamorarme de vos… Pero no sé si serías mi novio.
Al decir aquello no pudo doblegar mi esperanza. Lo veía como una negación, ante la espera. Si no es ahora, llegué a pensar, será cuando vuelvas.

- Quiero quedarme con vos, y, sin embargo, no puedo hacerlo.
Al decirlo, no había podido evitar reprocharme en silencio. ¡Cuántas barrabasadas podían salir de mi boca! Idiota de mi parte, pretender que ella confiara en mi, que se entregara a mi sinceridad con una seguridad tan volátil y translúcida; frágil como una copa de cristal en caída libre que por alguna razón ha quedado suspendida en el aire.
Pretendiendo que, como si fuese su última alternativa, me esperase hasta que las tormentas de mi mente se calmasen para dejarla entrar. Curiosamente, habíamos invertido la situación: Yo había reconocido mi incapacidad para convertirme en una pareja, ella había admitido su necesidad de poseer un ancla, una persona que estuviera en un lugar al que ella siempre pudiese volver, del que partir y al que pertenecer. Y, entre tanto desvarío y resentimiento, dejábamos escapar hirientes “te amo”, horrendas armas de doble filo que penetran la piel y consumen desde dentro. Una herida que no queríamos cerrar.
Y ella, enojada, resistía los puñales y cortes hasta que alguno de ellos cortaba esa zona que aún trataba de cuidar. Que por un tiempo, estúpida y crédula, había dejado expuesta.
- No puedo esperar nada de vos. Ni palabras ni hechos. No puedo confiar.
¿Qué podría responderle? Ni aún con la fría distancia telefónica podía defenderme ni argumentar. No era digno de su confianza. Aún así, de alguna manera, se atrevía a decir que me amaba. Y aquello me reservaba ciertas esperanzas: Sí quería esperarme, sí quería confiar, si quería amarme y entregarse. Yo podía ser ese ancla. Pero tendría que, de alguna manera, demostrarlo. Ganarlo. Serlo, sin pedirlo, ni hacerlo ni decirlo.
Al pensar en todo aquello todavía podía ver la copa suspendida, con los nervios alterados ante la incertidumbre de nunca saber cuando caería y se haría añicos. Y si alguno de los dos estaría listo para ese momento. Para contenerla antes de que cayese, o desactivar el mecanismo milagroso que la había salvado y así propiciar su muerte simbólica.

Las murallas


¿Hasta dónde llegarán?
Me pregunté mirando las infinitas murallas.
Me descubrí de pronto estudiándolas, tratando de encontrarles sentido. ¿Cuánto había caminado, bajo su arrogante imponencia? No podía recordar el comienzo del recorrido, del sinuoso camino que me conducía indefinidamente hacia algún lugar desconocido.
Bajo mis pies, un asfalto suave, de una desconcertante superficie lisa, se prolongaba en curvas hacia delante y hacia atrás, sin marcas, sin señales. Y donde éste terminaba, hacia los costados, se alzaban las murallas sin dejar siquiera un centímetro entre los dos.
Las murallas. ¿Hasta dónde llegarán?
Las miré otra vez, incapaz de hallarles una explicación. Perfectamente verticales, se alzaban hasta fundirse en un gris estrepitoso, como un cielo raso desenfocado a kilómetros de altura. El rojo fulminante de los ladrillos (a veces naranja), no perdía fuerza en la altura, pero estoy seguro de que mis ojos no podrían ser capaces de ver a tan larga distancia. De cualquier manera, las murallas también tomaban las curvas que el asfalto les proponía, guiándome a través de un pasillo vacío, silencioso y pesado.
El aire parecía demasiado limpio, hasta esterilizado; sin saberlo tenía la certeza de que nunca podría hallar una sola mota de polvo si la buscara.
Cada curva sugería un misterio. La trampa de la esperanza que me hacía creer que al girar llegaría al final del recorrido o a cualquier otro lugar.
Pero me encontraba con otra curva; el camino nunca terminaba.
De pronto, en un tramo sorprendentemente largo, me pareció notar algo.
Sí, era la silueta de una persona en la distancia.

Cortes

Un pedacito de texto que encontré por ahí, mío pero no lo recuerdo.


¿Con qué otra sensación sino impaciencia podía esperar a la llegada del siguiente minuto? Cualquier otra persona, y realmente quiero decir cualquiera, habría sentido lo mismo: una completa e inevitable impaciencia. Poniéndose en mi situación, fácilmente uno puede hacerse a la idea de la total desesperación, un momento en el que todas las facultades humanas se saben impotentes e ineficaces ante una situación determinada. Donde, haga lo que haga, todo va a salir mal.
Definitivamente, ésa era la situación en la que me encontraba.
Desde la delgada capa de sudor que separaba mi mano del revólver, hasta el aire frío que se colaba por el cuello de mi camisa, de alguna forma estaba seguro de que ya nada podía salir bien. Todo lo que había planeado, lo que había previsto, había salido en sentido inverso. Absolutamente invertido.

Quién

El que busca en el mundo una iluminación, un color, una sombra, un reflejo; que encuadra, que pone en foco, que desenfoca.
El que observa un rostro y repasa trazos sobre sus líneas, redibuja contornos, prueba tramas, sombreados.
El que observa un edificio y de-construye las fachadas, las columnas y las entradas, los espacios y caminos, escaleras y escalinatas.
El que, sentado en una plaza, compone una detallada descripción de lo que observa, selecciona las palabras, ya sea más poesía o más rigurosidad.
El que reflexiona sobre los tonos de color, los pigmentos, sus combinaciones, pinceles, pinceladas.
El que medita sobre las cuestiones últimas de la existencia, el equilibrio, la vida, el alma, el pensamiento; que busca sentido y respuestas.
El que se maravilla ante átomos, fuerzas, movimientos, energías, gravedad.
El que repasa movimientos y distintas formas de golpes, posturas y posiciones; que entrena y practica.
El que se imagina en la piel de otra persona, imaginaria o real, y desarrolla una actuación, que gesticula y se mueve, que personifica e imita.
El que admira las historietas de superhéroes.
El que ama la ciencia ficción.
El coleccionista.
El que prefiere el campo a la ciudad.
El que prefiere la ciudad al campo.
El que ama viajar y conocer lugares nuevos.
El que ama sin compromiso.
El que se compromete sin amar.
El que ama comprometido.
El que no se satisface con lo que aprende y crea sus ideas, cuestionando todo lo impuesto por la sociedad.
El que acepta lo aprendido.
El egoísta.
El que tiene buenas intenciones.
El que cree que el fin justifica los medios.


¿Cuál es Santiago?

30 de diciembre de 2010

Watcher of the Skies

Inspirado por la canción homónima de Genesis.

His seeing penetrated throughout the clouds and got into the very souls of people below. The buildings, insignificant constructions of mud and metal that men had raised with pride and arrogance, little mattered to his motives. The Watcher of the Skies could wipe them with a thought; but he wouldn’t.

The Watcher had been there for centuries, laying his gaze over men and its pointless activities. Where had he come from, no one could know. His existence and shape, an obscure proportions riddle.

Once a man intended to find the Watcher and question his objectives. He just got to see a light; before dying all of a sudden. Too much to understand, maybe. The Watcher’s nature, too abstract, incomprehensible, could never fit in a man’s mind, so did the knowledge about its origin or name. Truth it was that from other world it came from. Not one of the thousand heavenly bodies that populated the so watched skies, but an intrinsically different world, a divergent existence by nature.

Sueño IV

La encuentro recostada, desnuda, en medio del desorden.
Su cuerpo se debate sensual, lujurioso, plácidamente, entre los pliegues de la cama, que de pronto se me antojan irresistibles como tu piel.
Me mira desinteresada, indiferente, como si no le importara. Alrededor suyo, dos amigas, parcialmente desvestidas, arrebatadoramente provocativas e insinuantes.
Todo parece la irreal escena de un sueño erótico.
Mi entrada, inesperada pero sin mayores repercusiones, se plantea como la pieza errónea de la escena: Yo, vestido, nervioso, inocente. Ellas desnudas, tranquilas, pervertidas. Me miran con lujuria pero me desprecian con frialdad.
Mis labios se mueven para articular las estúpidas y de pronto incoherentes palabras que tenía preparadas para pronunciar. Ante la inexplicable aparición de sus cuerpos ardiendo contra mi retina, todo lo demás, la basura circundante, la nieve tras la ventana, mis abrigos, la posibilidad de que alguien más aparezca tan sorpresivamente como yo lo había hecho; todo lo demás se vuelve banal, insignificante.
Ahora no sé cómo disfrazar mi deseo, cómo arriesgar una oportunidad de poseerlas, cómo ser tan audaz, tan elocuente, para convertir su desnudez en mi placer.
Sin embargo, la timidez ocupa el lugar que cualquier otro tipo de valentía arrojada hubiera podido, y finalmente escupo las completamente ignorables palabras.
Ellas me miran, se miran entre sí, asienten, murmuran, comienzan a recoger los envoltorios.
Idiota, comienzo a marcharme.
Pero una sensación me urge. Hambre de piel, de sexo, de penetración, de cuerpos. Vuelvo.
Me arrojo sobre una de ellas, o al menos lo intento, dado que sólo me aproximo hasta estar muy cerca. La observo, sus pechos cubiertos por una blusa despreciable. Por todo lo demás completamente desnuda.
Ella parece adivinar mis intenciones, y, lejos de contagiarse de tales impulsos, inicia un juego en el cual mi tentación es su principal motivo de sádico júbilo.
Con un gesto me señala una prenda yaciente sobre el piso. La reconozco como una atrevida y pequeña pieza de lencería. Y comprendo por el gesto que ella desea vestirla y que sea yo quien se la ponga.
Entre temblores y sudores tomo la prenda y dejo que ella pase sus dos pies muy suavemente a través. De a poco comienzo a subirla, notando cómo el grosor de sus piernas aumenta y los roces con mis dedos, que hasta ese momento había tratado de evitar (como al mismo calor de un horno), se hacen inevitables. Así mismo la prenda comienza a tensarse cada vez más, hasta llegar al punto de rodear perfectamente sus piernas y no dejarme otra opción que deslizar dedos y palmas sobre las mismas. La sangre hierve en la piel de mis manos. Arriba, ella sonríe y lo siento sobre mi humillación voluntariamente sometida.
Mi rostro sube un poco más y me encuentro frente a esa zona de su cuerpo que debo cubrir. Rápidamente lo hago, vilmente aprovechando tocar cuanto puedo en el proceso. Disfrutar de esa oportunidad.
Cuando me incorporo mi mano lo hace conmigo sin dejar de tocar su piel. Sube por su cadera, por su abdomen, entra por debajo de su blusa, se posa sobre uno de sus pechos. De blandura tentadora, de textura suave, de calor palpitante. Dejo que mis dedos presionen y trato de memorizar la sensación que en mi cuerpo y mente produce.
Ella retrocede apenas lo suficiente para que retire mi mano y lanza un grito reprochando mi atrevimiento.
En ese momento noto en su rostro que el inevitable contagio se ha producido y ella lo desea como yo. Ha retrocedido porque se ha dado cuenta de aquello y desea mantener todavía algún tipo de superioridad. Pero me ha dejado sentirlo.
Su mirada ha hecho unos recorridos que he percibido, sus pestañas han formado una curva inequívoca y su cuerpo se ha relajado.
Ambas manos ahora se ciernen sobre la piel de sus pechos, y mis labios se han abalanzado sobre los suyos, encontrándolos húmedos y deseosos.
Su boca se une a la mía ahora con la fuerza de sus labios, de su lengua. Su cuerpo se aprieta contra el mío y se deja tocar. Su blusa sube por la fuerza de mi deseo y de pronto la encuentro nuevamente desnuda.
Despierto.

Soñadores - Capítulo II

Capítulo II
“La lista”

La ventana se abrió de pronto, provocando un sonido seco al estrellarse contra la pared. El movimiento se repitió incontables veces, generando un ritmo desesperante de golpes y crujidos.
Pero John no lo escuchó.
Su sueño siempre era pesado. De hecho, haría falta una orquesta en pleno concierto tocando sobre su cama para provocarle una leve molestia. O al menos así lo creía Annette.
Las sábanas se ondularon levemente, empujadas por el mismo viento que castigaba las ventanas de su habitación. El clima tétrico era perfecto, ya que allí, rodeado de oscuridad, John estaba teniendo una pesadilla.
Su sueño era confuso. Al principio no le dio mucha importancia, pero lo que estaba viendo eran números bailando. Números y letras que, de la mano, marcaban un bizarro y espeluznante compás alegre. John hubiera bailado con ellos de no haber visto aquel enorme verbo buscando perfecta conjugación. Los ojos maravillados de John contemplaron las ideas, los conceptos delirantes que conversaban en una esquina. Y luego comenzó a comprender.
Las letras provenían de una boca, los verbos tenían sentido. Una persona estaba hablando desde la oscuridad, en un pasillo que parecía no tener fin. John se paró frente a él, y éste, como si no lo viera, se dirigió hacia la pared sumida en la oscuridad.
De este sobre depende la seguridad de la Nación, agente Jenkins. Y por lo tanto, depende de usted.
John ni siquiera hizo el menor intento de comprender lo que oyó, pero sí se volvió para ver un par de manos salir de las sombras y tomar el sobre de color madera que había extraído el primer hombre.
El sobre acaparó toda la escena, abriéndose y dejando fluir nuevamente un espectáculo de signos y formas. Una palabra mecanografiada desfiló ante sus ojos, y comprendió que era su nombre.
Así como ése, muchos otros volaban en distintas direcciones, todos provenientes del papel de Jenkins. Allá lejos dos nombres reían y conversaban como amigos de toda la vida. Alcanzó a leer uno, Raymond, pero el de su compañero se perdió en la distancia. Rápidamente miró a los otros antes de que desapareciesen. Junto a ellos encontró rostros, la mayoría desconocidos. Bajo el nombre Victoria Bergstein una muchacha de cabellos castaños y anteojos caminaba apresurada por la calle. Michael Irons reacomodaba un estetoscopio alrededor del cuello de su bata blanca. Sandra Fanning conducía un Mercedes azul a toda velocidad. Jared Walden entraba a su casa después de una larga jornada de trabajo.
John registró los nombres cuanto pudo antes de que desaparecieran, pero sin sacar mucho más de ellos. El último fue una sorpresa, pues llevaba cabellera rubia. Se trataba de su Annette, revoloteando alrededor de la onírica forma de John Silva, su propio nombre. Annette reía y jugaba, pero lo que no podía ver era que detrás de ella una sombra se cernía y ocupaba cada vez más espacio en esa pesadilla abstracta.
De pronto la sombra extrajo un arma y apuntó con ella a Annette, mientras abría sus fauces para dejar escapar un murmullo.
El equilibrio debe ser mantenido.
Un dedo negro y borroso presionó el gatillo.

John despertó con un fuerte sonido y pudo ver la ventana abierta de par en par. Sus sentidos adormecidos se convirtieron rápidamente en una grave sensación de alarma. Annette estaba en peligro.

-o-

- Joven.
Una voz entró en sus oídos, quejumbrosa y endeble.
- Oiga, Joven. – repitió la voz con firmeza.
Jared Walden abrió sus ojos para ver a una anciana tratando de despertarlo. Aunque en un principio desconfió de la mujer, no tardó en darse cuenta de sus verdaderas intenciones.
- Ah, veo que está despierto.
Jared revisó sus pertenencias. No le faltaba nada. Luego miró a su alrededor y descubrió que había muy poca gente en el vehículo. Alarmado, se volvió hacia la mujer, que seguía hablando sola.
- Ya sabe, no podía dejar que pasara de largo su estación, y…
- ¿Ya pasamos la B. Franklin? – Preguntó Jared, preocupado. Nuevamente se había dormido en el metro.
- Oh, no. Aún estamos a dos de esa. – Respondió la mujer con rapidez. Jared se recostó nuevamente en su asiento, aliviado. Aflojó su bolso y trató de no dormirse de nuevo. Fue una lástima, porque había tenido un sueño muy interesante.

Con un sonido seco el tren se detuvo y Jared bajó, el único en su estación a aquellas horas. Con paso aligerado se movió aferrado a sus cosas, siempre temeroso ante un posible ataque callejero. Pero, como todos los días, llegaba a su hogar ileso.
Jared vivía en un pequeño apartamento en los suburbios. Si bien tenía pocas comodidades, era capaz de satisfacer todas las necesidades básicas y darse algunos pequeños lujos.
Cerró la puerta del edificio tras de él, impidiendo que el viento nocturno invadiera la sala. Sus pasos rompieron el pesado silencio del interior, acompañados de un insistente eco causado por el tintineo de las llaves. Arriba, se dijo, podría descansar un poco al fin.
Pero, cuando pudo entrar, su descanso pasó a ser la menor de sus preocupaciones.
Al principio estuvo seguro: Alguien había entrado a su casa. Era obvio, indiscutible, ya que las cosas habían cambiado de lugar.
Pero luego tuvo otra hipótesis.
Las diferencias eran imposibles de no ver. Sobre una silla descansaba una toalla, todavía húmeda. Algunas luces estaban encendidas. Había ropa sobre su cama. Un plato en la mesa.
La segunda hipótesis era que él mismo había hecho todo eso.
Pero no podía recordarlo. La última vez que había estado en su casa la toalla había quedado en el baño, los platos limpios y la ropa en su lugar, además de que las luces habían quedado apagadas.
Paso a paso fue devolviendo todas las cosas a su lugar, tratando de recordarlo. No puede ser, pensaba. Yo no hice esto. Aquella nota mental se repitió una y otra vez, sin poder encontrar una respuesta.
La ropa que estaba en la cama no había sido elegida al azar, al parecer. Cada una de esas prendas eran sus favoritas, como si él mismo hubiera hecho la elección. La cama estaba revuelta, aportando una pista más y un misterio más a la vez.

Se hizo muy tarde cuando terminó de reacomodar todo debidamente y se recostó para dormir. Se arropó y miró el techo. Aún no podía decidirlo. Si bien recordaba haber dejado todo ordenado, no podía afirmarlo, se estaría mintiendo. No quería reconocer que no se acordaba, pero no podía aceptar que alguien había invadido su propiedad. No sólo porque no habían robado nada y no tenía sentido, sino porque no le alarmaba, su intuición le decía que eso no había sucedido. Pero entonces… ¿Qué?
Se volvió hacia su mesa de noche, esperando encontrar el libro que leía antes de dormir. Pero no estaba.
Asustado, comenzó a buscarlo, llegando a creer que efectivamente alguien sí había entrado y se había llevado su novela. Pero cuando miró bajo la cama, encontró un nuevo consuelo. Allí estaba el libro, reposando boca abajo.
Jared lo tomó y volvió a recostarse, dispuesto a continuar la lectura. Su mente buscó el número de la página y, a diferencia de lo sucedido momentos atrás, podía recordarlo perfectamente.
Cuando lo abrió, un papel cayó sobre su pecho. Estaba doblado a la mitad. Jared lo abrió y leyó incrédulo las palabras que contenía. El hecho de las palabras no era sorprendente. Pero sí lo eran otras dos cosas.
Uno, que estaban escritas de su puño y letra. Y dos, que no podía recordar haber escrito ese mensaje jamás.
El papel rezaba cuatro palabras.
John Silva debe morir.

-o-

El rugido del motor se detuvo y varios giraron sus cabezas para ver aquel auto negro estacionar entre las sombras. Las luces se apagaron y su ocupante no descendió. Aquella era una zona bastante tranquila. Casi todos se conocían y cuando alguien nuevo aparecía todos se daban cuenta.
Pero, claro, a Jenkins eso no le importaba.
No tenía que ser tan sutil. El tiempo con el que contaba hacía la situación apremiante. Y no sólo en sentido del peligro que corría, sino de su deber ante sus autoridades… Y el mundo.
Porque Jenkins lo sabía todo sobre las personas de la lista. Aquellos a quienes sus jefes llamaban los Ocho. El sobre que le habían entregado, si bien no era detallado en su información, y poco específico, sintetizaba muy bien los peligros que corría con esta misión. Puesto que era el segundo sobre que recibía.
El primer sobre, más detallado y relevante, databa de muchos meses atrás, cuando aquel asunto de las enfermedades todavía no había sucedido. Al comienzo, Jenkins no había creído nada de lo que decía. Pero ahora era mucho más importante que su propia vida.
Volvió a mirar el exterior. La gente caminaba despreocupada, atenta a sus asuntos. Ignorante de los hechos que sacudirían al mundo en los próximos días y que Jenkins conocía desde aquel primer sobre de papel madera.

- Esto no puede ser verdad. – Dijo Jenkins, alejándose un poco de la mesa.
Sus jefes lo miraron divertidos, conscientes de que aquella sería la reacción de su colega ante semejantes noticias.
- Lo es, Jenkins. – Se ojearon entre ellos, y aquel que hablaba, Walterson, continuó. - ¿Le parecemos bromistas?
Jenkins revisó nuevamente los papeles que tenía en sus manos. Los hechos que allí se relataban eran surrealistas, oníricos. Una pesadilla. Y esa definición no distanciaba mucho de la realidad.
- No es algo simple, Jenkins. Lo sabemos. – Dijo otro. – Pero debe comprender lo que le decimos. Esto es cierto. Está sucediendo.
Jenkins miró una imagen, de algún tipo de hallazgo arqueológico, y trató de asimilar la información que estaba recibiendo.
- ¿El mundo va a acabarse? ¿Cómo? ¿Por qué? – Las preguntas podían ser eternas, y Jenkins lo sabía. Sus autoridades lo observaron, esta vez con renovada seriedad.
- No lo sabemos bien. – Dijo uno. – Aún estamos tratando de juntar las piezas. Nuestros especialistas tienen sus especulaciones, por supuesto. – Expresó, tras lo cual hizo una pausa para mirar a sus compañeros, buscando aprobación. Walterson se adelantó y continuó.
- Puede empezar de muchas formas. Desastres naturales, muertes masivas, no lo sabemos. La hipótesis con más argumentos a favor involucra enfermedades sanando milagrosamente. Pero aún contamos con dudas. – Esta vez fue interrumpido por uno que había guardado silencio toda la conversación.
- Estamos esperando a que algo suceda, y a partir de ello tomaremos las decisiones.
Jenkins reacomodó los papeles y alcanzó a leer en una hoja repetidamente la frase “los Ocho”. Su cabeza se alzó hacia sus interlocutores y ya sin siquiera suponer que podían llegar a decirle, hizo una pregunta más
- ¿Quiénes son los Ocho?
Un teléfono sonó y uno de los agentes se alejó para contestar. Como la habitación era pequeña, todos guardaron silencio mientras la llamada continuó. La molestia de la pregunta no respondida sólo aumentó su curiosidad y sus miedos. La respuesta era grande, tal vez más grande de lo que su mente pudiera comprender. El fin del mundo… No podía ser verdad. Todo reducido a nada.
La llamada concluyó y los ocupantes de la sala miraron a Jenkins. Uno de ellos tosió. Otro reacomodó su corbata. Walterson se sentó frente a Jenkins y apoyó sus codos en la mesa. La pregunta se formó nuevamente en su cabeza, preparándolo para la respuesta.
- Éste es el primer sobre, Jenkins. Es casi todo lo que sabemos hasta ahora. – Sus manos se reunieron frente a su pecho. – Cuando comencemos a ver las señales que nos confirmen que esta aberración es real, recibirá un segundo sobre.
- ¿Quiénes son los Ocho? – Insistió Jenkins, nervioso al no obtener una respuesta.
El que había hablado por teléfono hizo un gesto a sus compañeros, y comenzaron a abandonar la estancia lentamente. Walterson se puso de pie.
- La lista estará en el segundo sobre, y sabrá quiénes son. Hasta entonces no hablaremos nuevamente de este asunto. – Finalizó y se dirigió hacia la puerta.
Jenkins los miró incrédulo aún, con expresión perpleja.
- ¿Por qué yo?
Pero ya nadie le respondió. Jenkins se quedó solo, contemplando aquel misterioso sobre.

En el auto, y de vuelta en el presente, Jenkins observaba el segundo sobre, que contenía la lista. Ahora sabía quienes eran los Ocho y comprendía de manera más abarcadora la situación que los involucraba.
Lo tomó y extrajo algunos de los papeles. De esos seleccionó el segundo, una hoja mecanografiada con una foto adherida. Releyó los datos y miró la casa que se encontraba frente a él cruzando la calle. La dirección coincidía.
Jenkins se bajó del auto y caminó con seguridad hacia la puerta de la casa, ignorando cuanta persona se cruzara en su camino. Una de sus manos abrió su saco, mostrando una pistola enfundada. La otra la tomó, aferrándose al arma con fuerza.
Se quedó unos segundos frente a la puerta, mirando en todas direcciones, mientras colocaba un silenciador en la pistola. Cuando no hubo nadie en la calle, disparó, reventando la cerradura y abriendo la puerta unos centímetros. Entró inmediatamente, cerrándola nuevamente y observando cauteloso aquella sala.
Su pericia como agente guió sus pasos, silenciosos, a través de la casa. De espaldas contra la pared subió las escaleras, buscando los dormitorios. Una vez arriba, escuchó un motor de auto arrancando y partiendo a toda velocidad.
Cuando salió a la calle, aquel auto ya había desaparecido.

-o-

- ¿Por qué nos vamos? – Preguntó Annette, asustada.
John no le contestó. Con la mirada fija en el camino, su única misión era ponerla a salvo. Annette se removió en su asiento, preocupada. Iban a muy alta velocidad.
- John. – Dijo. – Dime algo. ¿Qué pasa? – Interrogó nuevamente, bajando su tono.
La única respuesta que obtuvo fue un gruñido. John sabía por qué escapaban, pero no sabía cómo explicarlo. No sabía por dónde empezar.
- Porque Jenkins iba a matarte. – Respondió, sin dejar de mirar al frente. Annette enmudeció, paralizada. Por unos segundos se mantuvo en silencio, mirando a su pareja conducir.
- ¿Quién es Jenkins? – Cuestionó, esperando encontrar algo de sentido en la próxima respuesta.
John dejó escapar un suspiro, visiblemente abrumado. Su expresión denotaba algún intento de reflexión, la búsqueda de las palabras correctas. Annette aguardó, a pesar de sus nervios. Su mano se acercó a John, acariciando su hombro, tratando de tranquilizarlo. John se estremeció.
- No lo sé. Alguien del gobierno. – Explicó. Annette frunció el entrecejo, sin comprender aquello.
- ¿Por qué me busca el gobierno?
- Porque estás en la lista. – Contestó rápidamente, como si hubiese estado esperando aquella pregunta. Annette apartó su mano, algo molesta. Aún en esas circunstancias, podía darse cuenta de que John sabía algunas cosas que no estaba diciéndole.
- ¡¿Qué lista?! - Exclamó, demostrando un alto nivel de angustia en su voz. John de pronto aflojó la tensión en sus hombros y volvió su mirada hacia ella por unos segundos.
- ¡No lo sé! Una lista, con ocho nombres. Entre ellos el tuyo, Annette Wilkinson, y el mío, John Silva. Quieren matar a todas las personas de esa lista.
- Pero… ¿Por qué? ¿Qué hicimos? – Profirió, casi sollozando.
- No puedo saberlo. Sólo vi el segundo sobre. – John aminoró la velocidad a causa de un semáforo en rojo. Se volvió hacia su novia y continuó. – Jenkins, un agente del FBI debe matarnos. Por qué, no lo sé. Pero sé los nombres y las direcciones de todas estas personas. Tenemos que advertirles. – Concluyó, justo antes de retomar el viaje.
Annette lo miró extrañada.
- ¿Cómo sabes todo esto?
John no quería responderle, pero tenía que hacerlo. Aunque pareciera mentira, era real, y todavía no terminaba de comprenderlo.
- Lo soñé, Annie. Anoche soñé que un tipo del FBI recibía un sobre con una lista de objetivos. Sé que hay otro sobre que explica por qué deben morir, pero no pude verlo.
Annette permaneció en silencio y John llegó a pensar que no le creería. Pero, en lugar de eso, dijo otra cosa.
- Podemos ocultarnos en casa de Victoria. – Expresó. John abrió mucho sus ojos, apretando sus labios. Su cabeza comenzó a moverse hacia ambos lados, negativamente.
- ¿Qué Victoria? – Preguntó. - ¿Tu amiga, Bergstein?
- Sí. – respondió Annette, emocionada. – Ella misma.
- No. – Respondió John secamente. – Ella también está en la lista. Victoria, Sandra, Michael, Jared, Ray, Annette, John. Y uno más que no pude ver. Somos ocho, Annie. Tenemos que advertirles.

-o-

- Brandon. – Exclamó Ray.
Brandon lo miró de soslayo, preguntándole qué necesitaba en esa furtiva mirada. Ray insistió, tratando de llamar su atención.
- ¡Hey, Brandon! – Gritó. Brandon parecía estar cada vez más lejos de él, como si no lo escuchara, mientras miraba hacia arriba. Ray comenzó a acercarse, tratando de averiguar qué era lo que absorbía toda la concentración de su amigo. Cuando estuvo a su lado, le preguntó que era aquello que tanto observaba.
- ¿No lo ves?
- ¿Qué?
Brandon se volvió hacia él.
- El cielo, Ray. Está negro. – Dijo, antes de seguir mirando. Ray miró aquello a su vez, pero no reconoció nada extraño.
- Siempre, cuando es de noche. – Comentó, divertido. Brandon endureció sus gestos. Repentinamente, parecía estar muy alterado.
- ¡No, Ray! – Profirió, tembloroso. -  El cielo está negro. Mira bien. No hay estrellas. – Dicho esto, Ray abrió la boca tan grande que su mandíbula hizo un sonido. Sus ojos acompañaron el gesto de manera exagerada. Su mente formuló muchas frases, pero de su boca no salió ninguna.
No hay estrellas, repitió mentalmente. El cielo estaba negro. Un cielo negro y profundo, amenazante, como un gran monstruo negro cerniéndose sobre ellos, aplastándolos.
De repente su amigo lo interrumpió.
-Ray. – Dijo, mientras levantaba su brazo enseñando una pistola.

Ray despertó, sudoroso, en el sofá frente al televisor. Se llevó la mano a la cien izquierda instintivamente, sin saber por qué.

-o-

El agente presionó el botón de su celular y una voz contestó del otro lado.
- Diga.
Jenkins se preparó para oír lo que vendría. No sería bueno.
- Wilkinson escapó. No se me dijo que estaría con Silva. – Un silencio se hizo presente, abrumándolo.
- No teníamos que decirle nada, Jenkins. – Afirmó severamente. – Usted sabía que era posible. En el sobre se explica muy bien de lo que Silva es capaz.
Jenkins mantuvo silencio, consciente de que todo aquello era cierto. Había fallado. Había subestimado a sus presas.
- ¿Qué debo hacer ahora? – Preguntó, calmado.
La voz guardó un pesado silencio. La lejanía se prolongó más de lo normal, preocupando a Jenkins. Un clic lo estremeció, ya que no pudo descubrir de dónde provino.
- Proceda con los siguientes en la lista, Jenkins. Y esta vez procure hacerlo bien. El tiempo se nos acaba. – Explicó, imperioso.
- ¿Se acaba? – Preguntó Jenkins, algo asustado. - ¿De qué manera?
La voz fue rápida al contestar.
- ¿Recuerda aquello de “señales y especulaciones”?
- Sí. – Respondió escuetamente, trayendo a su mente el estremecedor contenido del primer sobre.
- Es eso, Jenkins. Ya ha comenzado.

-o-

El sonido de unos pasos llegó desde el corredor. Allí, una figura avanzaba apresurada, pero decidida, haciendo galante muestra de unos relucientes zapatos de marca. Los tacos causaban un sorprendente sonido seco al estrellarse contra el suelo. Y, a medida que recorría los pasillos, los demás sonidos parecían cesar de pronto.
Y no podía ser de otra forma. Era el Jefe.
Su caminata se prolongó hasta un sector poblado por cubículos y oficinistas atareados con las más irrisorias de las actividades. Los papeles protagonizaban aquella escena, apareciendo por donde se mirara la sala. En un segundo vistazo, uno comenzaba a reconocer personas. Pero, sobre todo, el constante movimiento generaba un concierto de sonidos que, en una primera impresión, resultaban molestos, pero, ya en la costumbre, se convertía en un insignificante ruido de fondo. Era el silencio para aquellos que trabajaban allí.
Y por eso, cuando ocurría un verdadero silencio, el orden se alteraba.
En el momento en que el jefe entró, el sonido se mantuvo, pero, poco a poco, a medida que los oficinistas reconocían su presencia, los tecleos cesaron y los murmullos se apagaron. Pero cuando por fin cayeron en la cuenta de que el jefe había entrado a esa sala, porque allí terminaba su recorrido, los sonidos desaparecieron de pronto, como si una bomba hubiese caído y, en lugar de explotar con un estruendo, hubiera implotado absorbiendo todo sonido y movimiento del lugar. Como si sus mentes se hubiesen detenido.
El jefe ensayó una leve sonrisa burlona, todavía no acostumbrado a lograr aquel efecto. Y de pronto recordó para qué había ido allí en un primer lugar.
- Fanning. - Dijo. Su voz sonó como una grieta poderosa, que anunciaba el desprendimiento de un glaciar, en algún desierto nevado recóndito. Y, como en un desierto, no hubo ninguna respuesta.
Con timidez, varias de las cabezas se alzaron por sobre los cubículos, sólo para observar la situación. Ninguno se aproximaba lo suficiente como para responder.
Alguien tosió, y el glaciar perdió un fragmento más pequeño. Pero igual de solo, igual de desierto. La sala se había congelado. Las miradas apuntaban todas a esa figura negra recortada sobre un fondo blanco. Las tenues líneas grises del traje apenas si resaltaban, y en las mentes más imaginativas generaba la sensación de estar frente a un gángster de los años cuarenta, que en cualquier momento sacaría su ametralladora y abatiría a…
- ¡Fanning! – Exclamó, con sonora potencia. Un oficinista se estremeció. Otro levantó sus anteojos, desde la punta de su nariz a su entrecejo con el dedo índice. El jefe endureció sus puños y abrió la boca para soltar una atronadora explosión. Y su expresión se detuvo, paralizada.
Esta vez, con el jefe quieto, la impresión de que el tiempo se había detenido era completa. Pero no duró mucho. El sonido de unos pasos, muy distintos a lo que los zapatos del jefe hubieran producido, aligeró la carga del silencio en los presentes.
Lentamente una figura femenina se aproximó hasta la zona en la que el jefe se encontraba. La mujer lo miró a los ojos, expectante. Un leve asentimiento permitió que la situación avanzara.
- ¿El aumento que pidió? – Fue lo que disparó, a modo de advertencia. Los presentes, no tanto en sus rostros, pero sí en su interior, sintieron una profunda decepción. Nunca aceptarían una petición de aumento. No en esas condiciones. Pero, sobre todo, nunca sería anunciado de esta manera. Lo que estaban viendo, aquello que estaban presenciando, era una humillación pública. Fanning no se movió. Su cara se mantuvo inmutable. Sus manos se encontraron frente a su vientre y se apretaron con firmeza. – Lo tiene.
Sandra Fanning sonrió. Sus compañeros de trabajo esta vez no pudieron disimular su expresión de sorpresa. Cuando el jefe se hubo marchado, en la sala sonó un atónito y solitario “Wow”, señal espontánea para que los sonidos regresaran, de la mano de maldiciones y quejas. El nombre de Sandra estaba en boca de todos. Pero a ella parecía no importarle.
Sandra se volvió, buscando el origen de aquella exclamación. La voz había sonado muy familiar. Y, cuando pudo reconocer de quién se trataba, su sonrisa sólo se ensanchó un poco más. La expresión de Rob era una de las más ridículas que jamás hubiese visto, pero esa era, de alguna manera, su mueca para representar sorpresa.
Cuando llegó a su asiento, Rob ya estaba a su lado. La mirada de éste había cambiado hacia una de curiosidad. La pregunta era inevitable.
- ¿Qué demonios fue eso? – Exclamó Rob. Su mirada especulativa se endureció, esperando la respuesta de su amiga. Al conseguir sólo un silencio incómodo, insistió. – Vamos Sandra, dime. ¿Cómo lo hiciste?
Sandra lo miró de soslayo y levantó una ceja.
- Eso que viste ahí, Rob – Dijo, casi en un murmullo – fue el aumento del que te hablé la semana pasada. – Finalizó, antes de devolver su mirada al monitor, que mostraba tablas y datos.
Rob hizo la cabeza hacia atrás en gesto de incredulidad, al tiempo que levantaba las cejas. No pudo pronunciar una palabra. Estupefacto como estaba, observando aquella expresión de seguridad y complacencia en su amiga, enmudeció de pronto.
Pocas veces la había visto dueña de cierta seguridad, pero nunca como en este momento. Tranquila, a sabiendas de haber logrado aquello que se había propuesto. Diferente de la Sandra que había conocido años atrás, insegura, incapaz de tomar una decisión por sí misma, basando su fortaleza en el apoyo de los demás y nunca en su propia integridad.
Sin embargo, desde hacia unas semanas, todo aquello había cambiado sin razón aparente. Sandra había evolucionado, dejando atrás la crisálida e intentando batir unas nuevas y poderosas alas. Aquella fuerza que tanto le había faltado durante su vida había cobrado nueva existencia, permitiéndole llegar a cosas que nunca hubiese podido conseguir antes.
Hace casi una semana Sandra había llegado al trabajo y tomado su lugar, como de costumbre. Pero en los primeros minutos abandonó su asiento y se dirigió a la oficina del jefe. Horas después explicaría aquello: Iba a conseguir un aumento, cueste lo que cueste. Rob sólo sonrió y le deseó suerte, pero Sandra no desistió.
Hoy, de pronto, su jefe apareció y le obsequió un aumento.
- Lo habían rechazado, Sandra. - Aseveró, intentando conseguir una explicación. Sandra detuvo su tarea y se volvió hacia él, rotando el eje de su silla.
- Hoy lo conseguiría. Estaba segura. - Afirmó, demostrando nuevamente aquel alto nivel de seguridad que había tenido últimamente.
- ¿Cómo podrías saberlo? – Interrogó. – ¿Cómo? ¿Qué te hace estar tan segura?
Sandra no respondió.
- Hay algo que no me estás diciendo. No será que tú y el jefe…
- ¡No, sabes que no! – Exclamó velozmente su amiga.
- ¿Entonces? ¿De dónde podías saber que hoy pasaría? – Cuestionó, visiblemente nervioso. - ¿Qué? ¿Intuición femenina? ¿Tarot? – Preguntó, tras lo cual hizo una pausa para esperar una respuesta. Pero Sandra sólo miró al frente, manteniendo la sonrisa. - ¿Un sueño? – Insistió.
Sandra lo miró fijamente. La sonrisa desapareció por completo de su rostro.

-o-

Con sus seis años de edad, no podía esperar demasiado. Era el nuevo, no conocía a nadie y estaría solo por un largo tiempo, hasta que se adaptara e integrara con el grupo. A pesar de su inocencia infantil podía comprender eso. Era una gran oportunidad de hacer amigos, así como una gran oportunidad de ser rechazado. Todo era diferente. Su familia había cambiado. No entendía por qué, pero ya no era igual que antes. Ya no vivía en la misma casa. Había dejado su antiguo vecindario e incluso abandonado a su mascota.
Estaba más solo que nunca.
Al tomar asiento sumisamente soltó un suspiro. En su pequeño bolso cabían sólo un librito de notas y un lápiz, sin crayones u otros útiles escolares, cosa que tampoco podría entender por mucho tiempo. Hasta entonces la única respuesta de su madre sería “Por ahora no se puede”.
Más allá, en una de las mesas circulares, un grupo de niños y niñas reía y jugaba. Se percibía el grado de unión que los conectaba, la amistad que fluía de ellos y generaba una sana envidia en su pequeña mente. ¿Podría encajar alguna vez? ¿Sentirse normal, ser aceptado? Si apenas podía entender lo que le sucedía, ¿Qué podría esperar de los demás?
Extrajo su cuaderno y apoyó la punta del lápiz en la hoja, intentando encontrar algo que lo distrajera. Pero lo mantuvo inmóvil. No sabía que dibujar. Pensaba en su padre, pero ya no estaba. Pensaba en su casa, pero no podía recordarla bien, ya que se había mudado y era completamente nueva. Pensaba en su perro y sólo se sentía triste de no poder estar con él. Pensaba en su madre, y la tristeza se convertía en lágrimas. Presionó tan fuerte el lápiz contra la hoja que la punta se rompió. Una lágrima cayó en la mancha malograda de grafito.
- ¿Quieres mi lápiz?
Automáticamente se secó las lágrimas al escuchar la voz de otro niño tan cerca. ¿Qué pensarían al verle llorar? Eso era de niñas. Se volvió para verle la cara cuando supo que había escondido bien los rastros de su llanto. El otro niño estaba parado frente a él, con su bolso entre manos. Llevaba el mismo delantal, y eso los hacía compañeros de clase. El niño estaba solo.
- Tengo dos. Puedo darte uno si el tuyo se rompió. – Insistió con su vocecilla infantil. Al no obtener respuesta, extrajo el lápiz y extendió su brazo. – Ten. – Dijo. Sin embargo, su compañero permaneció en silencio. Segundos después, y muy rápidamente, aceptó con un asentimiento y asió el lápiz con firmeza.
- ¿Cómo te llamas? – Preguntó, mientras se sentaba a su lado. Su nuevo compañero dejó el lápiz en la mesa y se volvió hacia él.
- Raymond. Pero mamá me dice Ray. – Contestó escuetamente.
- Hola Ray. Mi nombre es Brandon. ¿Quieres ser mi amigo?
Ray sonrió. Ahora ya no estaría solo.

-o-

- ¿Qué es eso?
Ray escuchó la voz y rápidamente acomodó los papeles que estaba observando. Brandon estaba de pie a su lado, mientras él se encontraba sentado con las piernas cruzadas, frente a una caja abierta y unas hojas dispersas por el suelo.
- Algunos de mis viejos dibujos. – Respondió sin levantar la mirada. - ¿Recuerdas éstos? – Preguntó, levantando algunos para que Brandon pudiera tomarlos. Brandon comenzó a verlos uno por uno, deteniéndose en algunos detalles. – Son los que hacía con tus lápices de colores, porque yo sólo tenía el lápiz de grafito.
Brandon comenzó a recordar. Aquellos dibujos fueron de los primeros que Ray había hecho en el primer grado. Casi todos eran de ellos dos jugando o como super héroes, u otro personaje. Sin embargo, algunos mostraban a Ray y a su familia. Su familia completa.
- ¿Y éstos? – Preguntó, temiendo meterse en algún asunto grave.- No los conocía.
Ray miró uno de los dibujos y vio su antigua casa, la primera, y a su familia reunida. Su padre, su madre, él mismo. También estaba su primer perro. Brandon se sentó a su lado.
- Pensé que tu padre nunca había vuelto. – Comentó. Ray guardó los dibujos en la caja.
- Y es cierto. Nos abandonó para siempre. – Contestó secamente.
- Lo siento Ray, no quise… - Dijo Brandon, intentando disculparse, pero sin saber bien qué decir. Ray lo interrumpió.
- Está bien Brandon. No hiciste nada malo.
Ray observó la caja durante un rato, sin decir nada. Brandon lo miró, respetando su silencio, tratando de adivinar en qué estaría pensando.
- Esos dibujos eran un secreto, Brandon. Nadie los conocía. – Dijo Ray de pronto. Brandon se sorprendió. Ray no era el tipo de persona que ocultaba cosas. De hecho, era una de las personas más sinceras que jamás hubiera conocido. Se abría hasta con desconocidos. Conocía todos sus secretos. O casi todos. – Los hice en esa época, los primeros años de la escuela. No podía dibujar a mi familia. Porque no la tenía. Entonces, dibujaba lo que quería tener.
- Tiene sentido. – Afirmó Brandon, encogiéndose de hombros. – Pero… ¿Por qué los ocultarías? – Interrogó esta vez, movido por la curiosidad. Ray lo miró, como si no hubiese oído la pregunta. Su cara se inmovilizó por un momento y Brandon no supo si preguntarle qué le sucedía.
- Yo creía que si dibujaba lo que quería tener, después se haría realidad. Creo que temía que me tomaran por loco.
- A estas alturas deberías saber que puedes contar conmigo para ese tipo de cosas. Somos amigos, Ray. – Concluyó, mientras le daba una sonora palmada en la espalda.
- Amigos. – Repitió Ray en un susurro.
- Oye, ¿Y él quién es? – Preguntó Brandon, tomando uno de los dibujos que sobresalía por un costado de la caja. En él podía ver a un hombre de pie, vestido con un saco verde. O al menos eso parecía. En su mano llevaba una pistola negra. Ray se acercó para ver el dibujo, pero su rostro se transformó en una expresión confundida.
- No lo sé. ¿Algún personaje? No puedo recordarlo.
- ¿Por qué lleva un arma? – Cuestionó Brandon nuevamente, extrañado.
- ¿Mataría a alguien? No sé, dibujé muchas cosas como para recordarlas todas. – Concluyó, a la vez que guardaba el dibujo y se ponía de pie. Sin embargo un instinto muy oculto le dijo que algo estaba muy mal con ese dibujo. Él nunca dibujaba armas y mucho menos de fuego. Las detestaba. Entonces, ¿Por qué dibujaría a ese hombre de verde blandiendo una? Algo estaba mal.
Tenía que estar mal.

-o-

- ¿Qué sucede? – Preguntó alarmada una voz femenina desde el otro lado del teléfono. La respuesta que recibió fue tan sólo un jadeo. – Jared, ¿Estás ahí? – Insistió. Y esta vez oyó un débil gemido.
- Necesito tu ayuda. Algo no está bien.
- Me estás asustando Jared. ¿Estás bien? – Preguntó, notablemente preocupada.
Jared Walden endureció los labios y reconoció que no sabía cómo comenzar. No sabía cómo decir aquello que tenía que decir. Y mucho menos, si era lo correcto decírselo a alguien. Pero lo necesitaba. Necesitaba una opinión, una ayuda, urgentemente.
- Hoy me dejaron un mensaje. Una nota. – Dijo, tratando de formular algo coherente. Su interlocutora aguardó pacientemente. – Un papel pequeño, con una… indicación.
- ¿Indicación? ¿Cómo una indicación médica?
- No, no se trata de eso. Dime. Si alguien te deja una nota, ¿Tienes alguna idea de por qué te la ha dejado? – Preguntó, repentinamente enardecido.
- Y bien… Supongo que no puede decirme eso en persona por una razón u otra. Depende de la nota, creo. -  Comentó con tranquilidad. – No me asustes. ¿De qué va esto?
Jared sopesó aquello que había escuchado, tratando de amoldarlo a lo que estaba pensando y de trasladarlo a la enigmática situación que había vivido. Sin embargo no encontró ningún tipo de tranquilidad.
- Sí, pero, ¿Cómo puedes saber quién te dejó esa nota?
- ¿Qué clase de preguntas son éstas? – Exclamó, alterada. Al no obtener una respuesta, continuó. – Bien, supongo que si me la han dejado en mi casa, puede ser alguien de mi familia, no lo sé.
Jared escuchó con atención, pero no tardó en reaccionar. Vivía solo. No había nadie quien pudiera dejarle una nota. De ningún tipo. Y decididamente no del tipo de nota que pide que se cometa un asesinato.
- Pero si vives con varias personas, ¿Cómo sabrías a quién pertenece? – Fue su arriesgada pregunta. Esperaba que su interlocutora tuviese la paciencia y la amabilidad de responderle.
- Creo que serían dos cosas. Primero reconocería la caligrafía. Y de no reconocerla, seguramente estaría firmada, lo cual sería determinante. Jared, yo…
- Espera un momento. – La interrumpió. Si bien su mano derecha sostenía el teléfono junto a su oído, la otra hacía lo propio con una pequeña pieza de papel. Con una observación rápida, podía saberse que estaba escrita con cuatro palabras, formando una frase. Y en una observación detenida, podía decodificarse la escritura apresurada, en diagonal, como una oración simple. John Silva debe morir.
No contaba con firma. Y en cuanto a la caligrafía… El asunto se volvía complicado.
- ¡Jared! – Exclamó la voz. Jared levantó la vista asustado y luego la devolvió a la nota.
- Encontré una nota en mi habitación. Estaba en mi libro, el que estaba leyendo. No tiene firma. – Declaró, apesadumbrado.
- ¿Estuviste con alguien? – Preguntó la voz. Nunca con alguien que no fueras tú, fue lo que pasó por su mente. Pero se contuvo. No era el momento.
- No. Nadie. Y aunque así hubiera sido… No tiene sentido. La dejaron dentro de mi libro.
- ¿Y que hay con ello? Cualquiera puede hacerlo. – Exclamó, divertida.
- Pero la encontré en la última página que había leído. – Afirmó. Aún no conforme, completó el dato. – Y nunca utilizo separadores. Recuerdo los números.
- No entiendo. ¿Esto es una broma?
- No, no. Necesito ayuda. Algo está mal conmigo. La nota. Tiene mi caligrafía. No lleva firma y apareció justo en la página que llevaba leyendo.
- Tal vez lo escribiste antes de dormir y no lo recuerdas. – Fue la frágil ayuda que pudo ofrecerle.
- Lo he pensado. He pensado que podría escribirme “No olvides tal cosa”, “Compra esto”, “Realiza tal tarea”. Tendría sentido. No estaría tan preocupado.
- ¿Y qué dice la nota, Jared? ¿Qué es aquello tan misterioso que no tiene ningún sentido? – Cuestionó rápidamente, aturdida, asustada y comenzando a sentir una irritante molestia.
Jared mantuvo silencio. Si lo decía, si leía la nota, ella podía creer que estaba bromeando y cortaría la llamada. Pero no tenía opción.
- Yo… No entiendo. ¿Por qué me dejaría una nota antes de dormir, recordándome que tengo que matar a alguien?
- ¡¿Qué?! – Exclamó la voz.
- Ni siquiera lo conozco. He revisado agendas, cuadernos, celular, internet, todo. Tengo que matar a John Silva y lo peor de todo es que no sé quién es ni por qué debo hacerlo. La nota dice eso. Debo matarlo. Debo matar a John Silva. – Concluyó, demostrando una tranquilidad escalofriante. Su interlocutora se dijo a sí misma que era cierto: algo estaba mal con él. Y necesitaba ayuda. Pero mantuvo silencio. Esperó a que hablara nuevamente, cosa que hizo.
- ¿Lo conoces? – Preguntó. – Porque si es así, sería fantástico.
Un clic le anunció que habían cortado. No le sorprendió.
La única persona en la que realmente podía confiar lo había abandonado.
Por segunda vez.
Pero eso no lo detendría. Si bien necesitaba desentrañar todos los misterios en torno a la nota, aquello que más le urgía era averiguar quién era John Silva. O al menos saber si existía.
Sin embargo, no quiso salir de su casa. Algún miedo interno le decía que cualquier cosa podía pasar, que se encontraba completamente desprevenido. ¿Pero cómo descubriría la verdad? Sus amigos nunca le creerían, y su familia estaba demasiado lejos. Si su propio hogar albergaba secretos tan enigmáticos, la calle no podía ser un lugar más seguro. En ese momento escuchó el zumbido. Un sonido electrónico proveniente de su portero eléctrico. Alguien estaba en la puerta.
Por dos segundos no pensó. No tenía la más remota idea acerca de quién se trataría, ya que muy pocas personas lo buscaban en su casa. Y el recuerdo vivo de la llamada reavivó sus esperanzas. Era ella. Venía a buscarlo, para abrazarlo y ayudarlo en este momento que tanto la necesitaba. Había llegado rápido, sí. Pero Jared ya no controlaba su noción del tiempo. Era ella. Su amor, su vida. Ahora estaría bien.
Apresurado, se dirigió hacia la puerta. Su mano, en un movimiento ávido se asió del picaporte y rápidamente realizó el giro, destrabando la cerradura y abriendo la puerta. Un crujido anunció que la puerta estaba abierta. Entonces su rostro se transfiguró en una expresión confundida.
Afuera, dos personas le esperaban, un hombre y una mujer.
La mujer no podía contener sus sollozos.
El hombre tenía una herida de bala en el hombro.
Jared tenía razón. En la calle le esperaban misterios aún más grandes.
- ¿Jared... Walden? – Preguntó el hombre en un agonizante esfuerzo. Jared sólo asintió levemente con la cabeza. El hombre tosió. – Mi nombre es John Silva, Jared. Eres nuestra única esperanza.