13 de noviembre de 2010

Desesperación

Aterrado, abro los párpados y realizo un enorme esfuerzo para mantenerlos abiertos. El miedo me impulsa a cerrarlos, a escudar la tierna debilidad de mi vista ante el horror que se desarrolla y crece en torno mío.
Entre temblores, allí se quedan, y yo aprovecho para concentrarme en mis manos y su férrea inmovilidad. Los sonidos me aturden, el aire se me antoja como un poderoso viento que podría acabar con mi precario equilibrio en cualquier momento si así lo quisiese. Pero parece perdonarme, tal vez divertirse con mi bamboleo inútil, con la expresión de mi rostro. Parece moverse a mi alrededor con vida propia y susurrarme entre ráfagas lo débil que soy.
Trato de ignorarlo y me concentro otra vez en mis manos y la desnudez de sus palmas. Se forma allí un objeto invisible, una forma intangible que mis dedos comienzan a rodear, a contornear aún más para alimentar la ilusión de que allí se encuentra, cuando bien sé que no es así.
De cualquier manera, no puedo llegar a determinar de qué objeto se trata. Bien podría ser la empuñadura de un cuchillo oxidado, el extremo de una cuña de madera, o el mango de un cepillo acerado.
Cualquiera de esos objetos atendería bien a mi necesidad. Rasguñar, raspar, destruir a frenéticos vaivenes y sacudidas las capas de la corteza del mal que deseo combatir.
Me imagino sacudiendo el brazo sin control, viendo los trozos arrancados saltar y caer a velocidades inverosímiles, una oscura y fuerte euforia creciendo en mi interior con cada golpe.
Sin embargo, mi mano termina por cernirse sobre lo único posible a su alcance: Un manojo de pequeñas piezas aleatorias de metal, que termino por identificar como mis llaves. Aun así, tan invadido por la inseguridad del diminuto elemento, de la minúscula herramienta que la suerte me ha concedido, comienzo a barrer la interminable corteza a enviones y sacudones de mi mano.
Cada rasguito me parece tan eterno como letal, y cada trozo de inacabable corteza se asemeja salvajemente a un salpicón de sangre, sangre oscura y diabólica.
Poco a poco, me convenzo de mi poder, de mi capacidad, de aquello que me espera al finalizar mi tarea.
De a momentos no me reconozco, obnubilado por la ira, por la lujuria de la violencia, por el rojizo resplandor de mis empequeñecidos ojos. Sobre mi rostro aparece una segunda cara que ocupa el lugar que por tanto tiempo ha pertenecido a una expresión benevolente, carismática.
Las arrugas de esta nueva cara dibujan fealdad, incomprensible furia. Se contraen en numerosos vértices, y dan forma a sonrisas obscenas.
La sensación poco a poco se va, la euforia desaparece. Recupero mi vista y me encuentro con una superficie toda despojada de la indeseada corteza, con la antes inútil llave en mi mano ahora toda manchada de crimen, y con mi cuerpo anestesiado por la victoria.
La sonrisa del rostro se me transforma en una de calma, a medida que me aproximo a leer el mensaje que tanto se había ocultado de mí, ahora imposible de negar.
La tranquilidad se transforma en ira nuevamente.
La frustración se mezcla con la impotencia como dos líquidos oscuros en una botella de agua. Las burbujas de ebullición se abren paso entre las manchas de maldad que las entorpecen. Tanto horror, tanta desesperación, tanto desgarre, tanta miseria, tanta impaciencia, tan sólo para descubrir que la tarjetita decía “Seguí participando”.

8 de noviembre de 2010

¿Venís?

Si pudiera, te llevaría de viaje.
Como primer destino, te llevaría a las estrellas. Te abrazaría y te alzaría en vuelo, cubriéndote contra el frío y el miedo, besándote los cabellos constantemente y diciéndote que te quiero. Volaríamos hasta llegar a una estrella de diamantes (o rubíes, no me decido aún), donde pararíamos para sacarnos algunas fotos. Caminaríamos por el suelo de las estrellas, inmunes al calor y al vacío, nos amaríamos con frenesí entre explosiones de luz, luego nos vestiríamos para continuar.
Visitaríamos estrellas gigantes y charlaríamos con las pintorescas personas que allí viven, siempre caminando hacia delante, nunca para los costados, y sólo para atrás cuando se enojan. Nos regalarían sus postres de neutrones y cosas así que se cocinan en el interior de su estrella, y les agradeceríamos por su hospitalidad con una sonrisa. Luego nos quitarían los postres porque allí la sonrisa es de muy mal gusto (y olor).
Después nos perderíamos en nebulosas, entretenidos por largos ratos con las extrañas formas que se dibujan en las nubes de polvo estelar. Nos iríamos cuando lleguen las gentes de las estrellas grandes a retarnos nuevamente por esas actitudes nuestras tan impropias.
Después de pasar por un cinturón de asteroides, nos sentaríamos en el borde de un agujero negro a tirar piedritas y tratar de embocar y ver como saltan chispas con cada acierto; chispas de enojo que tiraría el agujero, cansado ya de viajeros espaciales con ganas de probar puntería. Nosotros correríamos a su alrededor, admirando su poder y elegancia, y nos respondería con un chispazo alegre y espectacular en agradecimiento; convirtiendo su solemne y lúgubre oscuridad de agujero negro en un radiante fogonazo de luz blanca.
Todavía algo cegados, viajaríamos a decenas de planetas de vistosas poblaciones. Conoceríamos a los divertidos señores azules que viajan todo el tiempo en nubes de pensamiento; a los curiosos seres invisibles que sólo pueden ser vistos cuando bostezan (y siempre están con sueño); a los desagradables enanos que viven en planetas pequeños y hablan todos al mismo tiempo, para decir lo mismo. Y dicen muchísimas cosas.
Cansados, diríamos basta y nos iríamos.

En la siguiente parada de nuestro viaje, te llevaría a los sueños. Tanto viajar por el espacio, tanto visitar, tanto hacer el amor entre soles y cometas, que nunca nos habríamos detenido para dormir. Entonces, en una merecida siesta, continuaríamos nuestro viaje.
Primero probaríamos desafiar las leyes de la gravedad, flotando y haciendo flotar cosas. Cambiaríamos nuestras formas y cuerpos, colores y tamaños. Nos reiríamos de las muecas imposibles, de los sonidos tangibles, de los pensamientos que cobrarían forma para asustarse y huir despavoridos ante nuestra mirada. Nos amaríamos nuevamente, (porque no podemos dejar de hacerlo y al cuerno con la propiedad y el recato) y descubriríamos lo divertido que puede llegar a ser hacer el amor en un sueño, con lo inverosímil de estar dentro nuestro mientras estamos en lugares distintos, encontrándonos a destiempo y volviéndonos completamente inmateriales.

Con los brazos alzados y un bostezo despertaríamos en nuestra cama, confundidos por la travesía y las ganas de seguir durmiendo un poco más.
Te daría un beso y, enamorado, te diría otra vez cuánto te quiero, antes de sentir una sensación rara, como un recuerdo de una sensación, y darme cuenta de que me encantaría llevarte de viaje. Te volvería hacia mí y te contaría lo que haríamos.
En primer lugar, las estrellas. Con un abrazo te alzaría en vuelo...

Saludo

Me paro frente a él. Circundado por oscuridad, me enfrento a su indeseada presencia.
No nos miramos. No queremos hacerlo. El temor a un contagio, el recuerdo de un rencor nos lo impide.
Sin embargo, hay una empatía creciente que nos obliga igualmente a permanecer allí, a acercarnos cada vez más. Él, con las manos en sus bolsillos, con la cabeza gacha; enflaquecido y duro. Yo, en postura similar, aunque mucho más robusto y temeroso.
Sé que él puede vencer mi fuerza, mi estabilidad. Yo, en cambio, soy más propenso a correr, a huir, antes que ha enfrentarlo.
Así estamos varios segundos, hasta que extiende su mano derecha.
Sin mirar su rostro observo el intento de saludo pendiendo ante mi torso. Mi mano derecha comienza a temblar, a picar dentro del bolsillo. Tengo que sacarla, corresponder. No quiero.
Sin embargo, extraigo mi débil extremidad y la muestro con dificultad. Mis dedos parecen colgar de la palma con desánimo, con terror.
Estrecho su mano y comienzo a llorar.
Mientras me saluda su mano crece, envuelve a la mía y a mi brazo.
Él también crece. Lo veo desde abajo, mientras su mano, cada vez más gigante, se me antoja grotesca y descomunal. Sólo con uno de esos dedos podría envolver mi cuello, mi cuerpo.
Lloro aún más desconsoladamente, y trato de callar, evitar esa vergüenza. Pero no puedo. Me siento un nadie, un incapaz, un derrotado.
Me suelta y se va, magnánimo, magnificente. Me deja derrotado, herido de formas que no entiendo, pero que satisfacen su extraña necesidad de horror.

Sueño I

Corro.
Corro contra el viento. Y es maravilloso porque nunca puedo correr.
A mi alrededor sólo capto un borrón verde, un entorno de césped y árboles perfectamente florecidos, primaverales, jóvenes y radiantes.
El viento es tan delicioso, tan suave. Me despeina, me mueve la camisa, me hace sonreír. Me miro. Bajo la mirada (sigo corriendo) y me encuentro con un atuendo blanco. Una camisa totalmente desprendida y liviana sobre una camiseta blanca. Pantalones blancos. Atuendo que me hace sentir libre.
Para mi sorpresa, voy descalzo.
La camisa es suave. Lo sé. Aunque no la siento, puedo darme cuenta de su perfecta suavidad y liviandad. Hasta me siento liviano yo mismo, como si no tuviese que hacer ningún esfuerzo para correr. Tendría que estar así por días para comenzar a cansarme.
Bajo mis pies, una carretera de asfalto que apenas si puedo sentir. El aire sobre ella me es más tangible. El viento. Como si corriera sobre el mismo viento que voy cortando.
Mientras voy descubriendo estos maravillosos detalles, sobre mi cara se dibuja una sonrisa plácida, descansada. Soy yo. Estoy completo. Estoy feliz
La carretera sigue. No puedo saber cuánto. Sólo llego a ver una curva que, por alguna razón, no termina. No llega a ser recta, no se convierte en una u. Pero es una curva eterna, siempre curva, por donde la mire. Y yo siempre siguiéndola, sin andar en círculos, ni espirales.
Paso una casa. Unos muebles de jardín ocupan el perfecto césped que la circunda. El lugar es hermoso. Parece una modesta casita blanca de alguna pintura. Un rectángulo blanco recortado sobre un fondo verde y celeste. Los colores, nunca tan visos, tan radiantes. Siempre son grises, opacos, apagados. Pero esta vez no.
El cielo.
Tan profundo como nunca lo había visto. Al alcance de mi mano, de mi respiración. Ahí mismo, el celeste que todos los cielos deberían ser, el celeste de un verano ideal, utópico. Pero carente de sol. No me preocupa. Hay luz, calor también. Pero no me preocupo por buscar su fuente.
Corro. Me salgo de la carretera. Piso el césped y es suave. Me detengo.
No estoy cansado. No se trata de una parada para recuperar el aire. Simplemente me detengo, de pronto, sin esfuerzos. No necesito frenar inercia. Soy la inercia. No necesito disminuir la velocidad. Soy la velocidad. Así que me detengo y miro hacia el horizonte.
Allá veo una cordillera, algo gris, algo borrosa. Una cordillera imponente, silenciosa, elegante. Sin saber bien por qué, me quedo mirándola. Hasta que se derrumba.
Cuatro súbitas avalanchas se deslizan por la ladera. Son nubes de polvo y escombros que crecen, se desarman, y, en un grito dulce, caen, hermosas en sus cuatro colores: Amarillo, azul, verde y rosa. Son hermosas. Quiero que lleguen, que me golpeen de lleno, fusionarme a sus colores, su poder, su fuerza. No les temo, no tengo miedo de ningún desastre natural, ninguna tormenta. No puedo sentir ese miedo y me lleno aún más.
Miro las avalanchas hasta que desaparecen en el suelo.
Recuerdo mi hogar, mi partida.
¿Cuánto tiempo habrá pasado? ¿Podré volver?
Un temor me asalta. ¿Encontraré el camino? Tal vez me alejé demasiado hasta lugares desconocidos. Siempre me pierdo. El camino desaparece, es imposible retornar. Quiero llorar cuando sucede, porque recuerdo todas las ocasiones, sin recordarlas, y sé que voy a perderme.
Sin embargo, me vuelvo para encontrarme con la carretera, el césped, la casita.
Vuelvo a correr, a cortar el viento. Sin dificultades.
Esta vez, por el césped. Me acerco poco a poco a la casita, siempre con el viento acariciándome, susurrándome. Un señor baja el diario que está leyendo y me mira pasar desde su reposera de jardín. Él también está vestido de blanco.
Le sonrío. Corro. Supero la casita. Ahora me encuentro en el extremo exterior de la curva, que me parece mucho más pronunciada que antes. Me detengo otra vez y una avalancha se aparece desde los arbustos, me cubre, me envuelve y me grita con su velocidad y fuerza. Es rosa, y me encanta. Sin miedo.
La avalancha pasa y me quedo de pie en la misma curva (que no ha desaparecido; todo está igual, sé que si me vuelvo voy a ver al señor leyendo el diario). Sé dónde estoy, el entorno no cambia, es mío. Soy dueño de todo.
Miro hacia mi izquierda y veo que la carretera prosigue, hacia mi hogar. Me adelanto unos pasos y, de pronto, desde ambos lados del camino, surgen una suerte de tentáculos, un conjunto de raíces; no puedo comprender qué son.
Pero son rojos. Y translúcidos, como si fuesen de goma. Me les acerco. Parecen de juguete, o comestibles. De cualquier manera, y a pesar de su inesperada aparición, de su incomprensible existencia, no me asustan. Observo sus convulsiones, su movimiento, la manera en que esos horribles tentáculos tiemblan y se deslizan por el asfalto y me dan ganas de tocarlos. Tienen ventosas.
Pero no me doy cuenta de que están por cerrar mi camino, impedirme el regreso. Veo como ambos tentáculos se acercan y acercan, enfrentados, para estrecharse mutuamente y dejarme de este lado.
Pienso que debo avanzar, pronto, cuanto antes, colarme por el espacio que aún queda en el camino y evitar el contacto con los tentáculos. Rápido, antes de que se cierren.
Sin embargo, una memoria tácita me dice que no voy a hacerlo, que nunca lo hago. Como si recordase una situación similar, como si ya lo hubiese vivido. No tengo el valor, no cuento con el arrojo necesario pare vencer esa prueba. Sé que voy a pensar en todas esas cosas hasta perder mi oportunidad, hasta quedarme irremediablemente atrapado tras ellos.
Pero, de pronto, inesperadamente y sorprendiéndome a mí mismo, avanzo. Sorteo los brazos de los tentáculos que ya casi se tocan, me agacho, salto, los esquivo, cuando ya casi se cierran atrapándome, aplastándome. Puedo.
Paso. Del otro lado, mi casa. No me perdí. Corrí, no tuve miedo, vi los colores, volví.
Mi madre detiene su labor barriendo el patio, y me pregunta:
- ¿Qué fue eso?
- No sé. – Le digo y me encojo de hombros.
Y me despierto.

2 de noviembre de 2010

La canción del yo

En una conversación, siempre surge aquel que cuenta lo que le ha sucedido, una anécdota, un hecho, un recuerdo.
Esto activa y genera un nuevo tema, los porqués, los cuándos, los cómos. Y la conversación se nutre de las opiniones que vienen a continuación. Uno opina, y el otro se muestra contrario a esa opinión. Uno demuestra los datos que ha aprendido por experiencia, otro se apresura por demostrar que su experiencia demuestra lo contrario.
De pronto ya no hay más conversación. No hay más diálogos.
Cada uno de los hablantes empieza con su canción. La canción del yo.
Yo hice aquello.
Pero yo hice esto otro.
Yo fui para allá.
Yo me quedé acá.
Yo uso esto.
Yo me peino así.
Cada esfuerzo es más monumental. Ya no se trata de lo que pasó, de lo que hice, sino de que a mí me pasó. Yo lo hice. Yo.
Yo pienso así. Y en esa frase tratan de decir: Así es como se debería pensar. Estoy en lo correcto. Escúchenme. ¡Escúchenme!
Yo compré aquello. Y no se trata de qué compré. Se trata de que mi criterio al elegirlo es mejor, por eso pude comprarlo.
Luego, van a empezar con las acusaciones. Vos dijiste que, yo escuché que, yo entendí.
Yo, yo, yo.
Se pelean por obtener un lugar en la conversación. Por poder lograr su turno de exposición al mundo, de demostrarles algo a los demás.
Y, hasta que no los escuchen, no van a parar, van a insistir. ¡Van a gritar!
Si alguien dice, vi tal programa de televisión. Todos van a aportar, yo también, yo hace mucho que no, yo si, yo no lo vi. Si alguien dice, yo uso tal marca de ropa, no pueden contenerse, no. TODOS van a terminar comentando qué marca de ropa usan y por qué. Y luego la marca de los anteojos, y del auto, y por qué es bueno, por qué es mejor; porque yo lo uso.
Si escuchan una opinión, tienen que saltarle encima para demostrar la propia. ¿Por qué será así?
Si alguien los ataca, van a responder atacando de nuevo. Son dañados, y dañan en consecuencia. Tienen que demostrar que el otro también está errado en algo, en alguna parte.
¿Por qué?
Esa parte de mí, la que se expone, la que es presa del yo, es inmunda y me da asco.
Lucho por contenerla, y me cuesta mucho. Miro a las personas que lo logran y las miro con profunda admiración.
Personas que se callan, que observan y no necesitan responder a todo eso. Saben muy bien qué sonrisa y qué expresión de decepción utilizar como su mejor arma. No los vas a ver seguido en una discusión… Nunca podrían llegar a eso, no lo necesitan.
Los otros, en cambio, siempre tienen que demostrar, demostrarles a los demás, que pueden, que son. No pueden contentarse con su interioridad. Qué egoístas, qué soberbios, qué hipócritas…
Lo peor… Es que tengo mucho de eso, y lo grito por este medio así lo digo de alguna manera. Con los yo no puedo hablarlo, rápidamente se tornaría en una discusión. Con esas otras personas especiales… No me siento capaz de dialogarlo, lo sentiría más bien como una confesión.
Y esto va dirigido a ciertas personas, de las cuales varias probablemente nunca lo lean.
Ah, y a mí.

Realidades paralelas

Imaginándome en otra situación, poniéndome en el lugar de otro Santiago (un Santiago tal vez mayor, tal vez recién nacido, tal vez enojado, tal vez arquitecto en Chipre), imaginándolos los hago reales. Veo las posibilidades como si de pronto pudiese ver cada molécula del aire, como ineludibles y necesarias piezas de irrealidad real. El sueño dentro de un sueño.
Me pregunto ¿Qué hubiera sido si…? Y me respondo de miles de formas diferentes.
Si no hubiera ido al colegio. Si hubiera ido a otro colegio. Si no hubiera conocido a ésas personas, si las hubiese conocido antes, o después. Si hubiera muerto. Si no hubiera nacido.
Cada nueva idea esconde una nueva hipótesis, un nuevo Santiago.
Y me veo como en un doble espejo enfrentado e infinito, en el cual cada movimiento es repetido incontables veces. Pero por Santiagos de universos paralelos.
Imagino tanto, vivo tanto en esas realidades que las hago reales. Al menos en mi cabeza tienen perfecta veracidad. Las imagino tanto que de pronto me doy cuenta que yo también soy parte de la imaginación de un posible Santiago pensándome en algún otro universo como una posibilidad más.
¿Qué tan real puedo ser?
¿Qué tan imaginario puedo ser?
Tal vez esta vida sólo exista como una idea pasajera en la cabeza de otro ser. Tal vez todo el sentido de mi existencia sea sólo para satisfacer esa idea. De pronto, tendría mucho sentido.
Cada incoherencia de este mundo se mostraría no sólo como una de las horrendas realidades de este planeta y sus sociedades humanas, sino como un factor que posibilitó al Santiago imaginado, al Santiago que termina por ser la idea absurda e imposible de otro.
Si no fuera por todas esas cosas, Santiago no existiría, no estaría para ser imaginado. O al revés: El otro Santiago nunca me hubiera imaginado, y él mismo podría no haber salido de ninguna imaginación. Tal vez él me imagine a mí y yo a él, y ambos creemos dos universos diferentes sin darnos cuenta, iniciando un diminuto big bang en nuestro cerebro que desate, a la mejor manera de una cadena de acciones y reacciones, un complejísimo universo de personas, estrellas y nubes.
Si yo los pienso, y en mi cabeza cada Santiago tiene una forma única y distinta a todas las demás, tiene que haber un universo detrás de ellos que respalde aquellas características. Digo; esos Santiagos no salieron de la nada, fueron criados en mundos, en países, en familias, etcétera.
Yo a todas esas cosas no las pienso. No del todo. Pero tienen que ser, tienen que estar en algún lado para que esos Santiagos puedan existir como ideas.
Supongo que los demás tendrán sus versiones paralelas también.
Me fue muy sorprendente leer El Túnel y darme cuenta de que Sábato me había inventado cuarenta años antes de mi nacimiento. Que ese señor se había imaginado un personaje, un paralelo, y lo había dotado de ciertas características… Que terminaron por ser las mías, ya leídas en mi madurez. Y Sábato no se imaginó más que un Santiago determinado, sin darse cuenta de que inventaba todo este mundo en el que yo estaba metido, para que yo fuera posible.
Sí, Sábato me inventó hace cuarenta años sin darse cuenta. Y cada vez que yo hago lo mismo, que cualquiera hace lo mismo, inventamos un alguien, un alguien por ahí, en éste o en otro universo o tiempo. Y en el mismo acto de crear, es que nosotros mismos somos creados.

1 de noviembre de 2010

Inexistente

En la primera esquina le pregunté si podía darle un beso.
Bajo la lluvia, me dijo que no. Pero la besé igual.
No recordaba cuándo había comenzado a llover. Pero no hacía frío. Parecía una de esas lluvias de película, bajo la cual podés caminar por horas sin enfermarte, sentir frío o humedad; como una caminata cualquiera. Sin embargo, ésta era una lluvia copiosa, densa y pesada. El telón de gotas gruesas ocultaba las siguientes calles, todo lo que se podía ver era un gris infinito tras las cinco próximas casas. Casas que no pude reconocer.
Y, aún así, teníamos bastante claro hacia dónde íbamos.
A mitad de cuadra se lo pregunté otra vez. Yo caminaba tras su decidida figura empapada. Ridícula y hermosa como ella podía parecer bajo aquella lluvia inexplicable. Con sus cabellos en una fina capa lacia y brillosa cayendo sobre su espalda, ocultando toda la piel que su musculosa dejaba ver. Y su falda, ajustada a las piernas a fuerza de humedad, se movía con sus pasos y sugería muy sensualmente las formas que escondía debajo.
Así que me acerqué y le pregunté otra vez.
Ella, sin detenerse, me dijo que no. Pero no me importaba, porque igual la besaría.

Así seguimos un par de cuadras más, con la lluvia densa e impertinente sobre nuestras cabezas, con el inexistente frío debido. Ella negándose y yo mordiendo sus labios sin permiso, confundiendo su saliva con el agua constante, saboreando su lengua, su piel en explosiones. Siempre me gustaron los besos bajo la lluvia.
Hasta que vi a la señora parada en la vereda.
Y, aunque en un primer momento no me había dado cuenta, porque la lluvia se esforzó en ocultarme numerosos detalles, se me aceleró el pulso porque para la señora la lluvia no parecía existir.
El primer detalle fue el de la escoba. La señora barría. Barría, como barriendo un patio de casa grande, un día de sol, barriendo las hojas secas de un árbol viejo. Pero allí estaba, barriendo nada, barriendo agua, para ningún lado. No había hojas, no había sol; sólo la imposible lluvia esa que ya estaba comenzando a asustarme. El agua corría y corría, imparable, incontrolable, entre las baldosas, entre sus pies, entre las cerdas de la escoba, hacia la calle, hacia la cloaca. Y ella barría como si no le importara, como si practicara barrer algo, como si estuviese loca.
Después, su rostro. La señora no encogía los ojos, no hacía ningún esfuerzo por ver. Estaba casi seguro de que ella nos habría visto a las cuadras de distancia y nosotros recién a los tres metros.
Entonces… ¿Era ella quien no veía nuestra lluvia? ¿O nosotros no veíamos su sol?
Además, su paciencia. Nosotros nos sabíamos condenados a la lluvia, a la caminata de cuadras en la búsqueda de aquello que necesitábamos. Pero la señora estaba en la vereda de su casa, con la puerta todavía abierta, con el vestido de vieja completamente empapado, barriendo y barriendo.
Nos miró y me estremecí. Nos miró a los ojos y nos sonrió. De pronto, éramos otros personajes dentro de su locura. Una persona así, demente, chiflada, sólo ve lo que su locura le permite, lo que su mundo absurdo puede llegar a concebir. Y nos había visto, éramos acordes a sus demencias. Nuevamente, podíamos ser nosotros alucinaciones de su locura o ella la nuestra. De cualquier manera todo estaba mal. Éramos alucinaciones y existíamos sólo para aquel momento; nuestra vida, nuestro nacimiento, tan sólo un medio para completar la locura de aquella vieja extraordinaria. O unos locos. Unos locos que caminaban bajo la lluvia por horas para ver a una vieja chiflada e inexistente.
Hice un ademán impreciso, adelanté un pie, iba a continuar. Pero mi compañera se quedó y habló.
Palabras.
De pronto, su voz rompió con un silencio inherente a la situación. Me parecía algo tan absurdo, tan inexplicable. Palabras, cuerdas vocales. Tan fuera de lugar, como la vieja.
Sentía como si toda posibilidad de sonido le perteneciera únicamente a las gotas insistentes y tercas que no iban a dejar de caer nunca.
Y ahí recordé que yo le había preguntado si podía besarla. Y ella me había dicho que no.
Pero… ¿Lo había dicho? ¿O tan sólo lo había pensado? No podía recordar haber movido mis labios, mi garganta. No recordaba la entrada de aire. Tan sólo la necesidad del beso, la sensación. Tal vez nunca lo había preguntado. Tal vez la negativa que había recibido tan sólo había sido su desconocimiento hacia mis calladas intenciones y su resuelta marcha. Y nunca una negación en sí.
Así que ella habló, dijo ¿Tiene gaseosa?, dirigiéndose a la señora.
La señora respondió que no, tras dedicar una ligera mirada al interior de su casa, que en ese momento me pareció la entrada a un almacén de barrio.
Entonces ella continuó caminando.
Cuando la dejamos me di cuenta de que la vieja nunca me había mirado. Nunca me había hablado a mí. Cuando yo había notado su mirada en nosotros, había sido más bien una mirada en ella. Esa mirada que la lluvia no podía frenar. Y, cuando su diálogo con la señora terminó, continuamos. No antes.
La vieja continuó barriendo, la lluvia cayendo, y ella caminando, empapada contra su voluntad, resolviéndose más hermosa bajo cada vez más capas y capas de agua renovada.
Ella caminaba delante de mí, rápido, apurada. Tal vez ella si sentía frío. Tal vez moría de frío y yo no lo había notado. Era yo el que no sentía, el incapaz, el insensible que no sentía ni frío ni calor. Era yo el inexistente, el invisible a sus espaldas, el que vivía bajo la lluvia y al que todas las cosas le parecían grises y borrosas. Era yo una idea, una alucinación, un pensamiento.
Me asusté, me asusté mucho y me adelanté unos pasos para tocarla. Apoyé mi mano en su brazo, su brazo helado por el frío. Sentí un estremecimiento que bien podía ser por ese frío o por mi contacto. O por nada más que otra idea.
Me aferré a ella, la detuve, la volví hacia mí. Sentí su carne palpitar bajo mis dedos, su pulso acelerarse bajo su piel.
Su mirada se encontró con la mía y su tranquilidad contrastó salvajemente con mi notorio alivio. Me sentía, me miraba. Si yo era una locura, una alucinación, era su alucinación. Si había vivido, había nacido, tan sólo había sido como un medio para completar su locura. Tenía que existir. Porque su piel respondía en estremecimientos a mi contacto, porque su frío se tornaba tibieza ante mi calor.
Nuevamente ella recordándome que yo existía.
Miré sus labios.
Y esta vez ya no se lo pregunté.