Se despliegan ante mí infinitos campos de flores. Margaritas, Lirios y Rosas.
Un interminable manto de colores que se desenfoca hacia el horizonte.
El viento lo barre; lo barre en su ondulada placidez, en los pliegues de esta bandera recostada y majestuosa, bandera de colinas y llanuras intermitentes, de suavidad inherente, de calma penetrante.
El viento se mueve entre mis piernas, también. Sacude mis prendas y cabellos, acaricia mi rostro. Me recuerda a tus manos deslizándose por mi piel, a tu dulce cariño, caliente y amoroso. Me recuerda a ti, con tu fuerza y paciencia, con tu presencia invisible e inestable.
El cielo se repliega sobre sí mismo y mi cabeza, y me devuelve diferentes tonos de un celeste inolvidable. Las nubes, imposibles y alargadas, dibujan líneas blancas como cabellos de rostros gigantescos y surrealistas.
Te veo en la distancia.
Te veo parada, fiel y eterna, entre las flores. Tu silueta vestida en túnicas se debate contra el viento que desde aquí parece imperceptible, aunque seguro allí debe ser huracanado. Tus cabellos representan la fiereza de un infierno diminuto alrededor de tu cabeza, sacudiéndose en idas y venidas, enredándose, elevándose.
No puedo gritarte, aunque sé que si no lo hago vas a dejarme.
Y, cuando te vayas, las flores se van a marchitar, el suelo va a pudrirse y el cielo caerse. Tus túnicas se irán con el viento y tu silueta se desvanecerá entre sombras.
Y sé que la distancia que nos separa es mayor cada día, y nuestras flores más grises. Y cuando doy un paso hacia ti, dos pasos das hacia delante.
Así que me quedo quieto y te observo desde lejos. Trato de ver tu rostro. Con fuerza te ordeno mentalmente que lo alces, que me mires, que me demuestres que aún existo para ti.
Pero el viento sigue rugiendo, las flores bailando, tu túnica gritando y tu cabello enredándose, todo alrededor de tu cuerpo, de tu fragilidad, de tu ausencia.
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