8 de noviembre de 2010

Sueño I

Corro.
Corro contra el viento. Y es maravilloso porque nunca puedo correr.
A mi alrededor sólo capto un borrón verde, un entorno de césped y árboles perfectamente florecidos, primaverales, jóvenes y radiantes.
El viento es tan delicioso, tan suave. Me despeina, me mueve la camisa, me hace sonreír. Me miro. Bajo la mirada (sigo corriendo) y me encuentro con un atuendo blanco. Una camisa totalmente desprendida y liviana sobre una camiseta blanca. Pantalones blancos. Atuendo que me hace sentir libre.
Para mi sorpresa, voy descalzo.
La camisa es suave. Lo sé. Aunque no la siento, puedo darme cuenta de su perfecta suavidad y liviandad. Hasta me siento liviano yo mismo, como si no tuviese que hacer ningún esfuerzo para correr. Tendría que estar así por días para comenzar a cansarme.
Bajo mis pies, una carretera de asfalto que apenas si puedo sentir. El aire sobre ella me es más tangible. El viento. Como si corriera sobre el mismo viento que voy cortando.
Mientras voy descubriendo estos maravillosos detalles, sobre mi cara se dibuja una sonrisa plácida, descansada. Soy yo. Estoy completo. Estoy feliz
La carretera sigue. No puedo saber cuánto. Sólo llego a ver una curva que, por alguna razón, no termina. No llega a ser recta, no se convierte en una u. Pero es una curva eterna, siempre curva, por donde la mire. Y yo siempre siguiéndola, sin andar en círculos, ni espirales.
Paso una casa. Unos muebles de jardín ocupan el perfecto césped que la circunda. El lugar es hermoso. Parece una modesta casita blanca de alguna pintura. Un rectángulo blanco recortado sobre un fondo verde y celeste. Los colores, nunca tan visos, tan radiantes. Siempre son grises, opacos, apagados. Pero esta vez no.
El cielo.
Tan profundo como nunca lo había visto. Al alcance de mi mano, de mi respiración. Ahí mismo, el celeste que todos los cielos deberían ser, el celeste de un verano ideal, utópico. Pero carente de sol. No me preocupa. Hay luz, calor también. Pero no me preocupo por buscar su fuente.
Corro. Me salgo de la carretera. Piso el césped y es suave. Me detengo.
No estoy cansado. No se trata de una parada para recuperar el aire. Simplemente me detengo, de pronto, sin esfuerzos. No necesito frenar inercia. Soy la inercia. No necesito disminuir la velocidad. Soy la velocidad. Así que me detengo y miro hacia el horizonte.
Allá veo una cordillera, algo gris, algo borrosa. Una cordillera imponente, silenciosa, elegante. Sin saber bien por qué, me quedo mirándola. Hasta que se derrumba.
Cuatro súbitas avalanchas se deslizan por la ladera. Son nubes de polvo y escombros que crecen, se desarman, y, en un grito dulce, caen, hermosas en sus cuatro colores: Amarillo, azul, verde y rosa. Son hermosas. Quiero que lleguen, que me golpeen de lleno, fusionarme a sus colores, su poder, su fuerza. No les temo, no tengo miedo de ningún desastre natural, ninguna tormenta. No puedo sentir ese miedo y me lleno aún más.
Miro las avalanchas hasta que desaparecen en el suelo.
Recuerdo mi hogar, mi partida.
¿Cuánto tiempo habrá pasado? ¿Podré volver?
Un temor me asalta. ¿Encontraré el camino? Tal vez me alejé demasiado hasta lugares desconocidos. Siempre me pierdo. El camino desaparece, es imposible retornar. Quiero llorar cuando sucede, porque recuerdo todas las ocasiones, sin recordarlas, y sé que voy a perderme.
Sin embargo, me vuelvo para encontrarme con la carretera, el césped, la casita.
Vuelvo a correr, a cortar el viento. Sin dificultades.
Esta vez, por el césped. Me acerco poco a poco a la casita, siempre con el viento acariciándome, susurrándome. Un señor baja el diario que está leyendo y me mira pasar desde su reposera de jardín. Él también está vestido de blanco.
Le sonrío. Corro. Supero la casita. Ahora me encuentro en el extremo exterior de la curva, que me parece mucho más pronunciada que antes. Me detengo otra vez y una avalancha se aparece desde los arbustos, me cubre, me envuelve y me grita con su velocidad y fuerza. Es rosa, y me encanta. Sin miedo.
La avalancha pasa y me quedo de pie en la misma curva (que no ha desaparecido; todo está igual, sé que si me vuelvo voy a ver al señor leyendo el diario). Sé dónde estoy, el entorno no cambia, es mío. Soy dueño de todo.
Miro hacia mi izquierda y veo que la carretera prosigue, hacia mi hogar. Me adelanto unos pasos y, de pronto, desde ambos lados del camino, surgen una suerte de tentáculos, un conjunto de raíces; no puedo comprender qué son.
Pero son rojos. Y translúcidos, como si fuesen de goma. Me les acerco. Parecen de juguete, o comestibles. De cualquier manera, y a pesar de su inesperada aparición, de su incomprensible existencia, no me asustan. Observo sus convulsiones, su movimiento, la manera en que esos horribles tentáculos tiemblan y se deslizan por el asfalto y me dan ganas de tocarlos. Tienen ventosas.
Pero no me doy cuenta de que están por cerrar mi camino, impedirme el regreso. Veo como ambos tentáculos se acercan y acercan, enfrentados, para estrecharse mutuamente y dejarme de este lado.
Pienso que debo avanzar, pronto, cuanto antes, colarme por el espacio que aún queda en el camino y evitar el contacto con los tentáculos. Rápido, antes de que se cierren.
Sin embargo, una memoria tácita me dice que no voy a hacerlo, que nunca lo hago. Como si recordase una situación similar, como si ya lo hubiese vivido. No tengo el valor, no cuento con el arrojo necesario pare vencer esa prueba. Sé que voy a pensar en todas esas cosas hasta perder mi oportunidad, hasta quedarme irremediablemente atrapado tras ellos.
Pero, de pronto, inesperadamente y sorprendiéndome a mí mismo, avanzo. Sorteo los brazos de los tentáculos que ya casi se tocan, me agacho, salto, los esquivo, cuando ya casi se cierran atrapándome, aplastándome. Puedo.
Paso. Del otro lado, mi casa. No me perdí. Corrí, no tuve miedo, vi los colores, volví.
Mi madre detiene su labor barriendo el patio, y me pregunta:
- ¿Qué fue eso?
- No sé. – Le digo y me encojo de hombros.
Y me despierto.

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