Aterrado, abro los párpados y realizo un enorme esfuerzo para mantenerlos abiertos. El miedo me impulsa a cerrarlos, a escudar la tierna debilidad de mi vista ante el horror que se desarrolla y crece en torno mío.
Entre temblores, allí se quedan, y yo aprovecho para concentrarme en mis manos y su férrea inmovilidad. Los sonidos me aturden, el aire se me antoja como un poderoso viento que podría acabar con mi precario equilibrio en cualquier momento si así lo quisiese. Pero parece perdonarme, tal vez divertirse con mi bamboleo inútil, con la expresión de mi rostro. Parece moverse a mi alrededor con vida propia y susurrarme entre ráfagas lo débil que soy.
Trato de ignorarlo y me concentro otra vez en mis manos y la desnudez de sus palmas. Se forma allí un objeto invisible, una forma intangible que mis dedos comienzan a rodear, a contornear aún más para alimentar la ilusión de que allí se encuentra, cuando bien sé que no es así.
De cualquier manera, no puedo llegar a determinar de qué objeto se trata. Bien podría ser la empuñadura de un cuchillo oxidado, el extremo de una cuña de madera, o el mango de un cepillo acerado.
Cualquiera de esos objetos atendería bien a mi necesidad. Rasguñar, raspar, destruir a frenéticos vaivenes y sacudidas las capas de la corteza del mal que deseo combatir.
Me imagino sacudiendo el brazo sin control, viendo los trozos arrancados saltar y caer a velocidades inverosímiles, una oscura y fuerte euforia creciendo en mi interior con cada golpe.
Sin embargo, mi mano termina por cernirse sobre lo único posible a su alcance: Un manojo de pequeñas piezas aleatorias de metal, que termino por identificar como mis llaves. Aun así, tan invadido por la inseguridad del diminuto elemento, de la minúscula herramienta que la suerte me ha concedido, comienzo a barrer la interminable corteza a enviones y sacudones de mi mano.
Cada rasguito me parece tan eterno como letal, y cada trozo de inacabable corteza se asemeja salvajemente a un salpicón de sangre, sangre oscura y diabólica.
Poco a poco, me convenzo de mi poder, de mi capacidad, de aquello que me espera al finalizar mi tarea.
De a momentos no me reconozco, obnubilado por la ira, por la lujuria de la violencia, por el rojizo resplandor de mis empequeñecidos ojos. Sobre mi rostro aparece una segunda cara que ocupa el lugar que por tanto tiempo ha pertenecido a una expresión benevolente, carismática.
Las arrugas de esta nueva cara dibujan fealdad, incomprensible furia. Se contraen en numerosos vértices, y dan forma a sonrisas obscenas.
La sensación poco a poco se va, la euforia desaparece. Recupero mi vista y me encuentro con una superficie toda despojada de la indeseada corteza, con la antes inútil llave en mi mano ahora toda manchada de crimen, y con mi cuerpo anestesiado por la victoria.
La sonrisa del rostro se me transforma en una de calma, a medida que me aproximo a leer el mensaje que tanto se había ocultado de mí, ahora imposible de negar.
La tranquilidad se transforma en ira nuevamente.
La frustración se mezcla con la impotencia como dos líquidos oscuros en una botella de agua. Las burbujas de ebullición se abren paso entre las manchas de maldad que las entorpecen. Tanto horror, tanta desesperación, tanto desgarre, tanta miseria, tanta impaciencia, tan sólo para descubrir que la tarjetita decía “Seguí participando”.
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