Me paro frente a él. Circundado por oscuridad, me enfrento a su indeseada presencia.
No nos miramos. No queremos hacerlo. El temor a un contagio, el recuerdo de un rencor nos lo impide.
Sin embargo, hay una empatía creciente que nos obliga igualmente a permanecer allí, a acercarnos cada vez más. Él, con las manos en sus bolsillos, con la cabeza gacha; enflaquecido y duro. Yo, en postura similar, aunque mucho más robusto y temeroso.
Sé que él puede vencer mi fuerza, mi estabilidad. Yo, en cambio, soy más propenso a correr, a huir, antes que ha enfrentarlo.
Así estamos varios segundos, hasta que extiende su mano derecha.
Sin mirar su rostro observo el intento de saludo pendiendo ante mi torso. Mi mano derecha comienza a temblar, a picar dentro del bolsillo. Tengo que sacarla, corresponder. No quiero.
Sin embargo, extraigo mi débil extremidad y la muestro con dificultad. Mis dedos parecen colgar de la palma con desánimo, con terror.
Estrecho su mano y comienzo a llorar.
Mientras me saluda su mano crece, envuelve a la mía y a mi brazo.
Él también crece. Lo veo desde abajo, mientras su mano, cada vez más gigante, se me antoja grotesca y descomunal. Sólo con uno de esos dedos podría envolver mi cuello, mi cuerpo.
Lloro aún más desconsoladamente, y trato de callar, evitar esa vergüenza. Pero no puedo. Me siento un nadie, un incapaz, un derrotado.
Me suelta y se va, magnánimo, magnificente. Me deja derrotado, herido de formas que no entiendo, pero que satisfacen su extraña necesidad de horror.
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