1 de noviembre de 2010

Inexistente

En la primera esquina le pregunté si podía darle un beso.
Bajo la lluvia, me dijo que no. Pero la besé igual.
No recordaba cuándo había comenzado a llover. Pero no hacía frío. Parecía una de esas lluvias de película, bajo la cual podés caminar por horas sin enfermarte, sentir frío o humedad; como una caminata cualquiera. Sin embargo, ésta era una lluvia copiosa, densa y pesada. El telón de gotas gruesas ocultaba las siguientes calles, todo lo que se podía ver era un gris infinito tras las cinco próximas casas. Casas que no pude reconocer.
Y, aún así, teníamos bastante claro hacia dónde íbamos.
A mitad de cuadra se lo pregunté otra vez. Yo caminaba tras su decidida figura empapada. Ridícula y hermosa como ella podía parecer bajo aquella lluvia inexplicable. Con sus cabellos en una fina capa lacia y brillosa cayendo sobre su espalda, ocultando toda la piel que su musculosa dejaba ver. Y su falda, ajustada a las piernas a fuerza de humedad, se movía con sus pasos y sugería muy sensualmente las formas que escondía debajo.
Así que me acerqué y le pregunté otra vez.
Ella, sin detenerse, me dijo que no. Pero no me importaba, porque igual la besaría.

Así seguimos un par de cuadras más, con la lluvia densa e impertinente sobre nuestras cabezas, con el inexistente frío debido. Ella negándose y yo mordiendo sus labios sin permiso, confundiendo su saliva con el agua constante, saboreando su lengua, su piel en explosiones. Siempre me gustaron los besos bajo la lluvia.
Hasta que vi a la señora parada en la vereda.
Y, aunque en un primer momento no me había dado cuenta, porque la lluvia se esforzó en ocultarme numerosos detalles, se me aceleró el pulso porque para la señora la lluvia no parecía existir.
El primer detalle fue el de la escoba. La señora barría. Barría, como barriendo un patio de casa grande, un día de sol, barriendo las hojas secas de un árbol viejo. Pero allí estaba, barriendo nada, barriendo agua, para ningún lado. No había hojas, no había sol; sólo la imposible lluvia esa que ya estaba comenzando a asustarme. El agua corría y corría, imparable, incontrolable, entre las baldosas, entre sus pies, entre las cerdas de la escoba, hacia la calle, hacia la cloaca. Y ella barría como si no le importara, como si practicara barrer algo, como si estuviese loca.
Después, su rostro. La señora no encogía los ojos, no hacía ningún esfuerzo por ver. Estaba casi seguro de que ella nos habría visto a las cuadras de distancia y nosotros recién a los tres metros.
Entonces… ¿Era ella quien no veía nuestra lluvia? ¿O nosotros no veíamos su sol?
Además, su paciencia. Nosotros nos sabíamos condenados a la lluvia, a la caminata de cuadras en la búsqueda de aquello que necesitábamos. Pero la señora estaba en la vereda de su casa, con la puerta todavía abierta, con el vestido de vieja completamente empapado, barriendo y barriendo.
Nos miró y me estremecí. Nos miró a los ojos y nos sonrió. De pronto, éramos otros personajes dentro de su locura. Una persona así, demente, chiflada, sólo ve lo que su locura le permite, lo que su mundo absurdo puede llegar a concebir. Y nos había visto, éramos acordes a sus demencias. Nuevamente, podíamos ser nosotros alucinaciones de su locura o ella la nuestra. De cualquier manera todo estaba mal. Éramos alucinaciones y existíamos sólo para aquel momento; nuestra vida, nuestro nacimiento, tan sólo un medio para completar la locura de aquella vieja extraordinaria. O unos locos. Unos locos que caminaban bajo la lluvia por horas para ver a una vieja chiflada e inexistente.
Hice un ademán impreciso, adelanté un pie, iba a continuar. Pero mi compañera se quedó y habló.
Palabras.
De pronto, su voz rompió con un silencio inherente a la situación. Me parecía algo tan absurdo, tan inexplicable. Palabras, cuerdas vocales. Tan fuera de lugar, como la vieja.
Sentía como si toda posibilidad de sonido le perteneciera únicamente a las gotas insistentes y tercas que no iban a dejar de caer nunca.
Y ahí recordé que yo le había preguntado si podía besarla. Y ella me había dicho que no.
Pero… ¿Lo había dicho? ¿O tan sólo lo había pensado? No podía recordar haber movido mis labios, mi garganta. No recordaba la entrada de aire. Tan sólo la necesidad del beso, la sensación. Tal vez nunca lo había preguntado. Tal vez la negativa que había recibido tan sólo había sido su desconocimiento hacia mis calladas intenciones y su resuelta marcha. Y nunca una negación en sí.
Así que ella habló, dijo ¿Tiene gaseosa?, dirigiéndose a la señora.
La señora respondió que no, tras dedicar una ligera mirada al interior de su casa, que en ese momento me pareció la entrada a un almacén de barrio.
Entonces ella continuó caminando.
Cuando la dejamos me di cuenta de que la vieja nunca me había mirado. Nunca me había hablado a mí. Cuando yo había notado su mirada en nosotros, había sido más bien una mirada en ella. Esa mirada que la lluvia no podía frenar. Y, cuando su diálogo con la señora terminó, continuamos. No antes.
La vieja continuó barriendo, la lluvia cayendo, y ella caminando, empapada contra su voluntad, resolviéndose más hermosa bajo cada vez más capas y capas de agua renovada.
Ella caminaba delante de mí, rápido, apurada. Tal vez ella si sentía frío. Tal vez moría de frío y yo no lo había notado. Era yo el que no sentía, el incapaz, el insensible que no sentía ni frío ni calor. Era yo el inexistente, el invisible a sus espaldas, el que vivía bajo la lluvia y al que todas las cosas le parecían grises y borrosas. Era yo una idea, una alucinación, un pensamiento.
Me asusté, me asusté mucho y me adelanté unos pasos para tocarla. Apoyé mi mano en su brazo, su brazo helado por el frío. Sentí un estremecimiento que bien podía ser por ese frío o por mi contacto. O por nada más que otra idea.
Me aferré a ella, la detuve, la volví hacia mí. Sentí su carne palpitar bajo mis dedos, su pulso acelerarse bajo su piel.
Su mirada se encontró con la mía y su tranquilidad contrastó salvajemente con mi notorio alivio. Me sentía, me miraba. Si yo era una locura, una alucinación, era su alucinación. Si había vivido, había nacido, tan sólo había sido como un medio para completar su locura. Tenía que existir. Porque su piel respondía en estremecimientos a mi contacto, porque su frío se tornaba tibieza ante mi calor.
Nuevamente ella recordándome que yo existía.
Miré sus labios.
Y esta vez ya no se lo pregunté.

1 comentario:

Sole dijo...

Tenés este algo que sin duda es una de las cosas que me fascinan, y es el don de poder perturbarme, poder introducirme en la historia y sentirme parte, que todas aquellas cuestiones que puedan influir en los personajes, influyen inexorablemente en mi. Nunca vas a dejar de ser interesante de leer. (PD: graciosamente mi contraseña para publicar el comentario es "minsole")