12 de febrero de 2011

De Sting y otras cosas


Ella yéndose y yo, otra vez, viéndola partir.
La contemplé unos segundos, hasta que me fue imposible distinguir los contornos de su rostro y la percibí como una pequeña mota de claridad de un fondo oscuro. Entonces fue, con resignación, que decidí marcharme.
Caminé lentamente, al ritmo de serias cavilaciones que la involucraban con rigurosa intensidad; intensidad que me hacía necesitarla de a momentos. Necesitarla.

- Existe una diferencia. Entre creer que no va a suceder y simplemente no querer que suceda. – Había tratado de explicarle.
En mi intento me había sentido inútil. Quizás porque la idealizo tanto. Sé que tales explicaciones no tienen contenido: son mis actos los que realmente cuentan. Las palabras son fugaces, desaparecen. Entonces me di cuenta de que no buscaba explicarme; aquello sería casi un insulto hacia su intelecto. Se trataba de mi impaciencia. No podía esperar a mis actos. Quería que ella se diera cuenta en ese instante, el de la partida, de la despedida, que sentía amor por ella, que la esperaría. Quería demostrárselo, sin decírselo. No, nunca decírselo.
Pero para demostrar hacen falta actos, no dichos. La eterna necesidad del acto empírico, y en este caso, románticamente heroico. La espera. De meses, años. Aunque realmente no interesa: la mecánica medida de tiempo es insignificante en comparación al acto real de amor. Un segundo es igual, en dolor y esperanza, a una vida. O son asombrosamente vacuos.
En ese momento no pensaba en términos de dolor, pero sí de lealtad. Me es tan difícil ser claro en este aspecto. Trataba de demostrarle, de alguna manera, cuánto la quería y el tiempo que la esperaría. O, más precisamente, cuánto quería poder esperarla tanto tiempo, enfrentándome a su sinceridad y a la realidad misma de aquellas palabras, que tan duramente salieron de sus labios, con aterradora suavidad.
- No puedo asegurarte nada. Así como vos tampoco.
A partir de ese momento me fue fácil imaginarla con su mano rodeando su frente y sus sienes, ocultando sus ojos; aunque sólo haría aquello estando acostada e íntimamente próxima a mi rostro. En el momento de la despedida, sin embargo, resultaba ser distinta, cambiando su porte en el sentido afectivo.

- Lo que sucede, es que sos nómada. – Le había dicho, generando en ella una sonrisa de reconocimiento.
Con tanta facilidad y lógica había caído en esa deducción, que no me había parecido extraordinaria, pero… ¡Cuán magnífica y acertada resultaba ser! Una definición ecuánime y perversamente subjetiva, ajustada a los movimientos que tanto la habían intranquilizado. Su cuerpo, viajando constantemente de provincia en provincia. Cambiando de hogar, de padres, de pareja. Su mente, por tanto, debiera ser igual. Emigrante de ideas, sentimientos y convicciones. La excusa perfecta.
- Lo que te diga hoy, seguramente será distinto mañana. Que no te sorprenda.
Pero no la culpo por ello. La entiendo… Y me asusta. Porque me enamora más.
Al establecerse definitivamente, ¿Permanecerá este encanto que la caracteriza?

- Lo que sucede, es que te siento como mi igual. – Había concluido. Con esa frase trataba de resumir la profunda fascinación a la que me veía sometido cada vez que compartía tiempo con ella.
No se trataba de una simple similitud de gustos y aficiones, sino de algo más profundo. Dadas las situaciones, podía comprobar cómo nuestros procesos mentales se parecían, cada vez más, llegando yo a conocer sus conclusiones o razones antes de que ella necesitarla verbalizarlas realmente. Me sentía como un huésped que conocía de antemano la configuración de la casa a la que había llegado. Nunca estaba perdido.
Ella, sin embargo, aunque reconocía esta cuestión como mutua, prefería abstraerse de ella. Por haber estado vagando de situación en situación (de pareja en pareja), había perdido la costumbre de permitir que alguien penetrara demasiado profundo en los laberintos de su alma. Y se hacía aún más extraño que alguien conociera exactamente qué curvas tomar, qué recovecos visitar. Rápidamente tendría que reaccionar, acomodarse. Enfrentar nuevamente aquello que había tratado de evitar: Establecerse en su corazón sin poder hacerlo en su vida.
Y mi llegada era inminente.
- Creo que podría enamorarme de vos… Pero no sé si serías mi novio.
Al decir aquello no pudo doblegar mi esperanza. Lo veía como una negación, ante la espera. Si no es ahora, llegué a pensar, será cuando vuelvas.

- Quiero quedarme con vos, y, sin embargo, no puedo hacerlo.
Al decirlo, no había podido evitar reprocharme en silencio. ¡Cuántas barrabasadas podían salir de mi boca! Idiota de mi parte, pretender que ella confiara en mi, que se entregara a mi sinceridad con una seguridad tan volátil y translúcida; frágil como una copa de cristal en caída libre que por alguna razón ha quedado suspendida en el aire.
Pretendiendo que, como si fuese su última alternativa, me esperase hasta que las tormentas de mi mente se calmasen para dejarla entrar. Curiosamente, habíamos invertido la situación: Yo había reconocido mi incapacidad para convertirme en una pareja, ella había admitido su necesidad de poseer un ancla, una persona que estuviera en un lugar al que ella siempre pudiese volver, del que partir y al que pertenecer. Y, entre tanto desvarío y resentimiento, dejábamos escapar hirientes “te amo”, horrendas armas de doble filo que penetran la piel y consumen desde dentro. Una herida que no queríamos cerrar.
Y ella, enojada, resistía los puñales y cortes hasta que alguno de ellos cortaba esa zona que aún trataba de cuidar. Que por un tiempo, estúpida y crédula, había dejado expuesta.
- No puedo esperar nada de vos. Ni palabras ni hechos. No puedo confiar.
¿Qué podría responderle? Ni aún con la fría distancia telefónica podía defenderme ni argumentar. No era digno de su confianza. Aún así, de alguna manera, se atrevía a decir que me amaba. Y aquello me reservaba ciertas esperanzas: Sí quería esperarme, sí quería confiar, si quería amarme y entregarse. Yo podía ser ese ancla. Pero tendría que, de alguna manera, demostrarlo. Ganarlo. Serlo, sin pedirlo, ni hacerlo ni decirlo.
Al pensar en todo aquello todavía podía ver la copa suspendida, con los nervios alterados ante la incertidumbre de nunca saber cuando caería y se haría añicos. Y si alguno de los dos estaría listo para ese momento. Para contenerla antes de que cayese, o desactivar el mecanismo milagroso que la había salvado y así propiciar su muerte simbólica.

1 comentario:

Sole dijo...

Sting puede mover montañas. Un abrazo Santiago.