4 de julio de 2010

Para siempre...

El reflejo de Alicia la miró con una expresión que no pudo reconocer suya. Las mejillas, hundidas y pálidas, rodeaban un rostro igualmente alicaído y demacrado. “Pero soy yo”, pensó. Su siguiente pensamiento fue sobre sus amigos. No quería que notaran su estado, y casi por reflejo miró la pequeña cajita en la que guardaba sus cosméticos. Siempre podría construir una nueva máscara, sobre la que ya portaba. Siempre una nueva ficción, un nuevo simulacro. Uno tras otro. Al final no podía reconocerse, nunca más podría ser ella.
Y en ese momento escuchó un suspiro. Automáticamente se estremeció, sintiendo como de a poco se le erizaba la piel. No quiso voltearse.
- Soy yo. – Le dijo una voz sumamente familiar. Alicia sintió su corazón detenerse. El espanto le heló la piel, la carne debajo de ésta y los huesos subyacentes. De pronto se sintió una estatua y no supo cómo volver a su estado original. – Mirame, por favor. – Le suplicó la voz. La calma que transmitía era por igual inquietante. Alicia abrió la boca para responder.
- ¿Por qué volvés? Máximo… - Dijo, temblando. Le había costado mucho dirigirse a él, y ahora lo hacía con una vocecita trémula. – Andate, por favor. Dejame tranquila.
Máximo echó una ojeada a la habitación. Allí, sola, se encontraba Alicia, mirando fijamente el espejo. No podía ver su rostro, ni siquiera en el reflejo. Pero podía imaginarlo, con los ojos celestes paralizados en estado de conmoción, y los rizos rubios intentando ocultar los indicios del sufrimiento que se había apoderado de su vida. Y, aunque lo intentó, no pudo recordarla con una sonrisa. Más allá, la cama, toda deshecha y con las sábanas sin cambiar por meses. Con sorpresa, notó una mancha descolorida en la alfombra.
- Nos quedaron asuntos, Alicia. Nunca me escuchaste. – Respondió Máximo con tranquilidad, plantado firme bajo el dintel. – Dame una oportunidad. – Alicia se irguió en su postura y una franja de su rostro apareció en el reflejo. Uno de sus ojos lo miró con renovada furia. Al mismo tiempo, allá, en el espejo, Alicia podía ver a su anterior pareja en su puerta. “Parado como un estúpido, descarado”, pensó. Nuevamente, maldijo haber copiado aquellas llaves.
- ¡Te di todas las oportunidades! – Gritó, antes de volverse velozmente. - ¡¡Todas!! – La última palabra la pronunció vociferando, soltando la primera sílaba con ira y el resto de la palabra en una exhalación. Pero Máximo entendió perfectamente. Cuando sus ojos se encontraron, Máximo agachó la cabeza. Alicia, en cambio, se mostraba cada vez más imponente. - ¡Te vas de mi casa! – Dijo, enojada. - ¡Ya!
Máximo se fue. Entre los sollozos, Alicia no pudo escuchar el sonido de la puerta. Nuevamente se había olvidado de pedirle las llaves.

Esa noche, Alicia construyó una nueva máscara.
Empezó practicando su sonrisa. La notó deforme, fingida. Pero no se rindió. En cada intento le parecía más viva, más real. Y tenía que ser así, tenía que parecer. Sus ojos, con cada contracción, se hacían más pequeños y pícaros. Y, de alguna manera, logró conseguir que brillaran. Por último, revisó el control sobre sus cejas. Arqueadas y felices. Finalmente se maquilló.
Cuando depositó la almohadilla en su estuche, el teléfono sonó en la habitación contigua. El suyo estaba desconectado y diseminado en trozos frente a una pared, al igual que su celular. Cerca de los restos, la mancha descolorida. El teléfono sonó.
Alicia se apresuró a ir a responder, temiendo tontamente encontrar a Máximo tras el portal, esperándola en el pasillo todavía con algún lamento falso. Al dar el paso hacia el pasillo se detuvo para buscar a su ex pareja con la mirada. Máximo no estaba allí. El teléfono seguía sonando. Alicia dio cuatro pasos muy veloces y de pronto tuvo el teléfono en su palma.
- ¿Hola?
- Hola, Ali. – La voz de Máximo sonó del otro lado, distorsionada por un leve sonido de estática. Pero, además, sonaba distinta. No supo bien por qué, pero no le cortó. Alicia dejó que hablara. – Lo pensé mejor y… Tenés razón.
Alicia sintió su cuerpo soltarse y desprenderse.
- Tenés razón, me diste todas las oportunidades. Y yo… - Dijo, e hizo una pausa. Alicia sabía lo que iba a decir. Estaba segura de lo que iba a oír de la boca de aquel traidor, de aquel manipulador, de aquel monstruo. – Yo te jodí. Me metí con aquella otra mina y lo disfruté tanto que no me merezco tu perdón. Pero… ¿Sabes qué?
Alicia escuchó la pregunta, pero no respondió. Nuevamente sabía qué iba a decirle. Y estaba odiándolo antes de escucharlo. Despreciándolo.
- No quiero tu perdón. Estoy bárbaro. A veces me sale el debilucho, ¿Sabés? Y me dejo llevar porque tengo tus llaves. Pero haberme ido con esa otra mina fue lo mejor que…
- ¡Callate! ¡¡¡Callate!!! – Exclamó Alicia, todavía incapaz de colgar el teléfono. – Todo esto lo decís por teléfono, cobarde. Cara a cara sos un nadie, un invisible. Te odio. ¡Te odio tanto!
- No, Alicia. Me amás. – Le respondió, y Alicia se desintegró ante la aplastante realidad de aquellas palabras. Toda su fortaleza descendió junto con su mano que, como un peso muerto, depositó el tubo del teléfono sobre el aparato. El grito de su cabeza se convirtió en el silencio de la habitación.

El regreso a su habitación fue lento y tortuoso. Arrastraba sus pies como dos rocas enormes, unidas a su torso por dos gruesas cadenas de carne y metal oxidado. La noche, muda y protagonista, se colaba por la ventana, posándose sobre cada una de las partes de la habitación. La cama, deshecha. El espejo, un agujero en la pared. El teléfono, destrozado. La mancha, la mancha, la mancha descolorida sobre la alfombra.
Disgustada, se tiró en la cama, sobre las sábanas húmedas por el sudor y las lágrimas, sucias hasta un nivel sólo soportable por su persona denigrada. El olor de su propio cuerpo, diseminado por su habitación en forma de huellas y pequeños roces, se había vuelto parte del ambiente. Ahora, sobre la cama, contemplaba la noche girar por la ventana. Hasta que notó la presencia de Máximo. De pie, frente a la cama, mirándola fijamente.
- Por Dios. – Dijo, en un susurro. - ¿Cómo…? ¿Cómo vas a entrar así? – Entonces se acordó. – Dame las llaves, Máximo, y andate.
- Primero escuchame… Oíme, por favor. Después te doy las llaves y salgo de tu vida, para siempre. – Dijo, poniendo un especial énfasis en las dos últimas palabras, que quedaron flotando sobre Alicia. Para siempre.
- ¿Qué querés que oiga? – Preguntó, poniéndose de pie, y dirigiéndose hacia el mueble del espejo. - ¿Lo que me dijiste por teléfono? No. Nunca más. – Con horror, Máximo la contempló mientras abría un cajón e introducía su enflaquecida mano en el interior. Alicia tanteó hasta sentir el frío contacto de su revólver.
- Tranquilizate Alicia. – Dijo. - Yo no te llamé por teléfono. – Alicia soltó su arma y miró a Máximo con ojos furibundos. La mirada de éste bajó al suelo para encontrarse nuevamente con la mancha. Cerca de la mancha, un brillo metálico.
Alicia estuvo a punto de responder, cuando escuchó el teléfono sonar. Máximo la miró, con una expresión que Alicia no pudo descifrar. El teléfono gritaba desde la otra habitación. Gritaba, gritaba.
Máximo salió de la habitación y Alicia lo escuchó bajar las escaleras. El teléfono parecía a punto de explotar. Su timbre sonaba constante y monótonamente. Alicia dejó el cajón: el revólver y su ira dentro. Sus piernas se movieron con celeridad. Ahora sus manos sostenían el tubo del teléfono con firmeza.
Un segundo después la distorsionada voz de Máximo le decía “Me amás, y yo estoy con otra”, para después reírse.
Y Alicia rompió otro teléfono contra la pared.

La noche pasó, en silencio y llanto.
La luz del sol, algo opacada por las nubes, se coló por la ventana, haciendo un patético intento por iluminar una escena intrínsecamente oscura. El cuerpo de Alicia, cual cadáver, yacía sobre la cama, desnuda y totalmente resignada. Todos sus músculos parecían haber perdido firmeza, como si fuesen simples trapos aferrados a la débil estructura de su esqueleto. Todas sus ropas, insoportables, habían ido a parar a distintos rincones del cuarto. Su rostro padecía un dolor eterno, oculto bajo los cabellos mugrientos y enredados.
Y, aunque al principio no quiso creerlo, notó que Máximo había vuelto. No lo miró, tal fue su intento de ignorar la presencia que se había hecho innegable. Lentamente, fingiendo naturalidad, se volvió, dándole la espalda y cubriéndose una desnudez que ya no podía regalarle. Porque él ya no tenía derecho. Y porque su desnudez se había vuelto un espectáculo deprimente y grotesco. La sábana, asquerosa, la envolvió parcialmente, dejando al descubierto su huesuda y encorvada espalda.
- ¿Cómo…? ¿Cómo hago para que no vuelvas...? – Dijo, casi imperceptiblemente. - ¡Hijo de puta! – Exclamó de pronto. Máximo, aparentemente impávido, no pudo evitar estremecerse. Pero Alicia no se volvió. Se acurrucó un poquito más, haciéndose un pequeño nudo en el centro de su cama.
- Escuchame. Te digo esto… Y me voy. Te lo juro. – Alicia no le respondió. Máximo entendió que se había resignado. El panorama, un momento paralizado en el tiempo, mostraba la terrible realidad que envolvía la vida de aquella mujer. El espejo, los restos del teléfono, la cama, la mancha en el piso, el pequeño objeto metálico, Alicia. Muerta, pero viva.
- Vos nunca me diste una oportunidad. – Prosiguió, rogando que ella se lo permitiera. – Y quiero explicarme. Yo nunca te llamé por teléfono. Y no tengo tus llaves, como pensás. Necesitás ayuda, esa persona que te llama por teléfono no existe. – Envalentonado por la tácita permisión, continuó, velozmente. – Creaste un Máximo malo, es todo un producto de tu mente.
Alicia se había parado. En su muda sorpresa, Máximo la vio dirigirse al mueble y extraer rápidamente el revólver. Y, aunque no apuntó con el arma, lo hizo con su ira, a través de su mirada. Sus labios, paralizados, se movieron. Inmóviles, hablaron.
- Andate. Andate. Ya… O si no… - Amenazó, presionando cada vez más firmemente su revólver. – Te voy a matar. Andate, andate, ¡Andate!
La mirada de Máximo se contorsionó en una mueca de ternura y cariño, aunque todavía con un dejo de tristeza. “¿Cómo puede ser así?”, se preguntó Alicia. “¿Cómo puede pretender dulzura después de ser tan inhumano por teléfono?”
- Alicia. – Dijo, y se atrevió a dar un paso. Alicia lo miró acercarse de a poco. Máximo se aproximó a ella, cada vez más, trayendo con él un aura que Alicia no había sentido hace mucho tiempo. El aura de su amor, una energía que tenía el poder para lograr de ella lo que quisiera. Entonces se dio cuenta de que por eso lo mantenía alejado, siempre. Cuando terminó de pensar aquellas cosas, descubrió que se había sentado en la cama y que Máximo buscaba algo en el suelo.
- ¿Sabés que es esto? – Le dijo, mostrándole un pequeño objeto metálico que había alzado. Alicia lo miró. Era un pequeño cilindro dorado, broncíneo, cerrado por un lado y abierto por el otro. En su interior, una oscuridad que salía por el borde en manchas irregulares. Le costó un poco, pero lo reconoció. – No puedo irme, porque nunca me dejaste explicar nada, nunca terminamos ese asunto. No puedo irme, porque me mataste.
Alicia se puso más pálida de lo que jamás había estado. Sus ojos se movieron lentamente hacia el suelo, hacia la mancha descolorida. Entonces pudo recordar el cuerpo de Máximo, tendido ahí, con una mancha de sangre bajo su cabeza. Luego se recordó a sí misma deshaciéndose del cuerpo, limpiando la mancha con mucha intensidad. Se recordó guardando el arma en el cajón y olvidando el casquillo de la bala en el suelo. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde entonces? ¿Días? ¿Horas?
- Ali… Al verme con esa persona… Construiste un Máximo traidor, un Máximo basado en tus celos. Y fue tan terrible, que incluso me imaginaste llamándote por teléfono para echarte en cara lo bien que estaba, lo poca cosa que eras. Cuando no pudiste más, y me viste entrar aquí, con tus llaves, me mataste. Me mataste sin permitirme explicarme, nunca me lo permitiste.
Alicia sentía que todas las partes de su ser, de su vida, se caían rápidamente y se destrozaban en miles de pedazos, como el teléfono contra la pared, como la cabeza de Máximo, como su amor. Entre sus dedos, el revolver carecía de una bala.
- No hace falta que te diga quién era ella, tampoco puedo imaginar que creíste ver, pero… Te amo, no te culpo y quiero que superes esto para poder vivir tranquila. – Máximo finalizó, esperando alguna respuesta. Alicia se estremeció.
- ¿Lo oís? – Dijo, dejando caer el revólver. Máximo no comprendió.
- ¿Qué cosa, Alicia?
- Es el teléfono. – Máximo la miró. Alrededor de sus ojos aparecieron sendas lágrimas.
- Alicia, rompiste todos tus teléfonos, nada está sonando. – Suplicó. Si pudiese, la aferraría, la abrazaría.
- Tengo que atender. – Dijo, y se puso de pie. Rápidamente, desnuda como estaba, se aproximó a la pared y se sentó contra la misma, sosteniendo entre sus manos un teléfono invisible.
- Hola, ¿Máximo? – Dijo. Máximo la miró con profunda impotencia y dolor. Lentamente se puso de pie. – Hola amor… ¿Cómo estás? ¿Querés que nos veamos hoy?
Máximo se retiró de la habitación, sin dejar de mirarla. Su pequeña figura, huesuda y pálida, contorsionada sobre un aparato inexistente, continuaba hablando con un Máximo imaginario, intangible. Mucho más intangible de lo que él mismo era. En ese momento comprendió que no había vuelta atrás, que Alicia había caído en un estado irreversible. Y se fue, dejando la habitación y cumpliendo. Ahora la dejaría para siempre.
- Sí. Te amo. – Dijo Alicia, y colgó. Nuevamente había una sonrisa en su rostro.

No hay comentarios.: