Nota: Pueden leer la primera parte aquí A Blog's Tale I - “De las mujeres, los siete mares, y la cerveza, o, como lo dijo Santorio, cómo arruinar la vida de un amigo y compañero”
Toda historia tiene su principio, suelen decir. Y, como todo grupo de amigos, Los Aventurados no aparecieron de repente en algún lugar, sino... Algo muy parecido. Ellos se conocieron en un pequeño pueblito español, Luhmihsol (que en realidad era un fonema onomástico de la frase “Luz, mi sol”, pero pronunciada en el dialecto de los lugareños), y se puede decir que el responsable de aquella unión fue, en mayor medida que el resto, Leónidas el religioso.
Leónidas, hombre de honor como pocos los hay, fue criado por una noble pareja de granjeros en las lindes de una capilla. Su madre, una bella mestiza morena, había adquirido la costumbre de asistir a misa todas las mañanas, incluso si no había un solo curita en el descuidado edificio eclesiástico.
Esta agitada mujer, que trabajaba noche y día para alimentar a sus diez pequeños hijos, de los cuales Leónidas era el mayor, encontraba consuelo a su pesada vida en el crucifijo de dos metros de altura ubicado tras el altar. Y, como era de esperar, su primogénito había heredado estas costumbres, apegándose cada vez más a las actividades católicas.
Fue una vez, una calurosa tarde de verano, cuando Leónidas se encontraba expulsando a las ratas de las cosechas, que un extraño muchacho llegó hasta las puertas de la iglesia.
Leónidas, como buen vecino que era, se le acercó de manera gentil a preguntarle la razón de su visita. El joven de pronto se puso de pie, erguido y portentoso. Se presentó como Santorio, peligroso pirata de mar, avezado espadachín y hábil jugador.
Leónidas entonces quedó maravillado. Santorio no parecía un pirata, ni mucho menos, pero contaba unas historias muy interesantes, que parecía sí haberlas vivido, pero siempre modificadas un poco para su conveniencia.
Se hicieron amigos. Comenzaron a trabajar en la granja, ayudando a su familia, y fue así durante dos años. Por las noches Santorio se adentraba en la maleza selvática que rodaba aquellos territorios, asegurando tener eximias habilidades de supervivencia. Pero siempre que regresaba, lo hacía magullado, herido y débil.
Un día Leónidas tuvo una excelente idea, una idea que cambiaría su destino y acortaría su vida. Le propuso a Santorio abandonar Luhmihsol y salir al mundo en busca de aventuras. Inmediatamente Santorio se mostró reticente ante aquella iniciativa. Leónidas, en respuesta a tal reacción, comenzó a indagar de manera exhaustiva el porqué de semejante respuesta. Días después, Santorio le reveló la verdad de la cuestión.
“No soy ningún aventurero”, le dijo. “Las aventuras que te he contado fueron las de mi señor, Juaro el magnífico, no mías. Yo fui su lacayo, un simple limpiabotas de barco. Viví en la miseria.”, explicó, entristecido. “Aquí encontré un amigo, y no quería perder eso en una reyerta marítima”.
Leónidas, emocionado ante tales palabras, insistió hasta convencer a su apesadumbrado amigo. Sus argumentos fueron muy simples: Toda su vida había vivido como granjero, y no quería morir de esa manera. Quería vivir la vida, y así debía hacerlo también Santorio.
Santorio pronto se dio cuenta de que tenía razón, y prometió regresar al día siguiente para abandonar el pueblo. Leónidas juntó sus más valiosas pertenencias – nada más que un Rosario, un Denario y un crucifijo – y se despidió de su familia, encomendando la vida de sus padres y la estabilidad de la granja a sus nueve adolescentes hermanos.
Dicho y hecho, al encuentro de Santorio, partieron.
Su primer parada fue en Bulería, una ciudad poco agradable al norte de Málaga. Santorio, atraído por las historias de aquel lugar, había insistido hasta el hartazgo que aquella fuera su primera visita. Leónidas, de mala gana, había aceptado, dando carácter de guía turístico a Santorio. Luego descubriría el terrible error que había cometido.
Bulería tenía todo lo que una gran ciudad española podía ofrecer: Belleza, calidez y bellas mujeres. Pero, al mismo tiempo, le sobraban pobreza, malas gentes, corrupción y suciedad.
Y ahí fue cuando Leónidas se dio cuenta de su error. Santorio lo llevaba a lugares como el Hotel “El ‘stafao!”, donde, coincidencialmente, sufrieron una que otra tima por parte de los dueños; la plaza “Aqueterrobao!”, donde fueron robaos; y la inolvidable visita al parque “Centenario”, donde Santorio fue atrapado asaltando a una anciana.
Durante su estadía en la cárcel, estos atrevidos muchachos conocieron a un hombre frío, de pocas palabras, pero de un noble corazón. Sin su intervención nunca podrían haber escapado, y su ayuda fue vital para pasar desapercibidos. Una vez fuera de peligro, se despidieron y se alejaron.
Ya estando a varios kilómetros, yendo a Málaga, Santorio se dio cuenta de que no le habían preguntado su nombre. “Que más da”, pensó.
La poco elocuente pareja se halló pronto frente a un gran buque en los muelles de Málaga. La imponencia de aquel bote mercante los había dejado pasmados, atrayéndolos desde el primer momento en que lo habían visto.
Santorio aseguraba nunca tener problemas para conseguir pasajes de barco, que su carisma era notable en esas ocasiones. Sin embargo sus ropas estaban rasgadas y su cara llena de golpes al regresar de una poco fructífera búsqueda de boletos de viaje.
Leónidas y él viajaron ocupando el lugar de unos bueyes. Incómodos por el lugar, más allá de la compañía de los demás bueyes que los miraban de reojo, quizás maldiciéndolos por haber reemplazado a sus amigos, se las ingeniaron para dormir en las noches, y sobrevivir durante el día.
En la primera jornada conocieron a un sujeto muy particular. En la oscuridad no se lo veía, es más, parecía compenetrarse de manera simbiótica con ella. Pero su presencia era innegable, de cualquier manera. Con el ir y venir de los días averiguaron su nombre. Le decían Wally el errante, hombre sin destino y con mucho coraje, dueño de su puñal y su alma, sin nada que perder. Lo habían visto pelear en una trifulca en esa misma bodega, y desde ese momento Santorio no pudo sacarle un ojo de encima. Temía que lo asesinara durante la noche.
En unas charlas que bien no recuerdan y algunas peleas que ahora no podrían imaginarse, Wally se convirtió en un verdadero colega de Santorio y Leónidas. Ya iban tres.
De todas las conversaciones, Wally en sus Memorias sólo recuerda una:
“...Le había dicho que mi nombre no era de importancia. Pero el niñato insistió. Se me acercó al oído y me dijo ‘… Vamos amigo, no saldrá de estas cuatro paredes…’, quizás sin fijarse en que estábamos en la cubierta, contemplando el mar.
Sin embargo, se lo dije de la manera más amenazadora que pude, para quitármelo de encima. ‘Wally el errante’ murmuré. Logré callarlo un segundo.
Lo que hizo a continuación me sorprendió mucho más de lo que lo hubiera hecho cualquier pirata en mi vida. Gritó de pronto ‘Entonces me conocerás por Santorio el... ¡Demente!, eso es. Y él es Leónidas... el religioso. Así es. Eso mismo’.”
Podemos descartar las acotaciones de Wally hacia este muy desbocado hombre.
Wally, Santorio y Leónidas llegaron, luego de un muy fatigoso viaje en alta mar, habiendo superado temibles hordas de piratas, feroces monstruos marinos y uno que otro nauseabundo mareo, a la misteriosa ciudad de Tánger.
Tánger era, como las leyendas susurraban en los más intrépidos y desprevenidos oídos, una ciudad pequeña repleta de muy laberínticas callejuelas. El trío lo descubrió pronto, al verse sorpresivamente perdido en una marea de personas que chillaban un lenguaje ininteligible.
Wally desapareció al primer momento. Su propia naturaleza lo alejó del grupo y Santorio pensó que nunca más lo verían. Pero, en ese preciso momento, aquella era la menor de sus preocupaciones.
Unos metros más adelante, unos bravucones atacaban a Leónidas. El buen hombre, en cambio, trataba de solucionar el conflicto civilizadamente, a medida que lo sacudían a empellones. Santorio se enfureció y tanteó con sus débiles manos donde debería estar la empuñadura de su sable. No fue muy sorpresivo, sin embargo, no encontrarlo allí; probablemente lo hubiese olvidado en el barco.
Su desesperación aumentó de una calma absoluta, hasta quizá placentera, a una vorágine de temores y sustos. Los piratas malvados que atacaban a su amigo eran por lo menos una decena, y él no podría hacer nada ni siquiera contra uno solo de ellos. Santorio cerró los ojos y...
“Atrás, horribles bravucones!!” exclamó de pronto un buen mozo. “Dejad a este buen hombre, ni siquiera sabéis su nombre!”, canturreó otro, laúd en mano. Pero de pronto, sus figuras se hicieron presentes.
El primero de ellos, de gran presencia, y muy bien vestido, se adelantó un paso mientras desenvainaba su espada. Detrás de sus anteojos sus ojos brillaron en un destello de audacia. “Atrás”, repitió, “Si no quieren ser atravesados por mi espada”.
El otro, hombre menudo pero macizo, se acercó en gráciles movimientos mientras sus dedos bailaban sobre las cuerdas del laúd. “Corred sabandija’, que lo’ haremo’ botija!”, exclamó, acompañado de unas dulces notas de su instrumento.
Los delincuentes los observaron con expresiones de sorpresa, pero totalmente dispuestos a abalanzarse sobre ellos y propinarles la paliza de sus vidas (si sobrevivían). Pero el que tenía la espada, después de hacer un movimiento más bien ridículo, exclamó “Me conocen por Giulius, el destructor de hombres! Y me dicen así porque destruyo hombres!”. Mientras hablaba, acompañaba sus palabras con estoques y movimientos de su arma resplandeciente. “He matado a tantos hombres que el mismísimo Diablo se asustaría. Algunas piensan que yo soy inmortal, y no está en mis planes contradecirlos!”.
Mientras el caballero distraía a los malvados, el músico se acercó a escondidas a un asustado Leónidas y le dijo, asegurándose se que nadie lo oyera, “Sabemos quién es. Venga con nosotros, hemos sido contratados para protegerle”. Leónidas lo miró desconcertado, mientras el hombre lo ayudaba a ponerse en pie. “¿Contratados?... ¿Protegerme?”, pensó, sin encontrar respuestas. De pronto, Santorio reapareció frente a ellos, con una espada corta en sus manos.
“¡Déjalo!... Escoria de alta mar! Este hombre es mi amigo y lo protegeré con mi vida”, exclamó, dirigiéndose al músico. Sus manos temblorosas se movían frenéticamente hacia los costados, meneando ridículamente la espada en signo de amenaza.
“Aléjate tú, serpiente de aguas profundas!”, gritó el músico. “La vida de este hombre vale la mía, así que si he de enfrentarte, lo haré gustosamente.”, dijo, mientras revelaba una espada corta oculta detrás de su laúd.
Leónidas, ya más tranquilo, comprendió que ambos contrincantes estaba confundidos. Ambos creían que el otro era uno más de los bribones irrespetuosos. “Está bien Santorio, podemos confiar en él”, le dijo a su nervioso amigo. Luego, girando la cabeza para ver a su benefactor, le dijo “Está conmigo. Si no viene con nosotros, no voy.”. El músico los miró a ambos, desconfiando, y guardó su espada. “Está bien. Pueden llamarme Marious.”, dijo, a lo que agregó “El señor Hathaway nos espera en su barco. Podemos huir por un pasadizo que sólo Giulious y yo conocemos, vengan.”
Leónidas miró a Santorio mientras Marious se alejaba y les hacía un gesto para que lo siguieran. La expresión confundida de Santorio no encontraba respuesta en la de Leónidas, así que siguieron al muchacho hasta adentrarse en una callejuela oculta.
Mientras tanto, metros atrás, Giulious seguía distrayendo a sus contrincantes. “… doce barcos hundidos, 14 fragatas incendiadas, y todas por mi mano, ¡Sí señor!... Si me temen y desean abandonar el combate corriendo por sus vidas, lo entiendo perfectamente. Yo que ustedes lo haría, pero…”, dijo, haciendo una pausa incómoda mientras su mirada cambiaba a toda velocidad. “… ¡¿Qué es eso?!”, exclamó, señalando hacia la otra calle. Los malhechores se dieron vuelta, sorprendidos. Giulius aprovechó entonces para escabullirse entre la multitud. Mientras se alejaba, podía oír los gritos frustrados del grupo de malvivientes.
Minutos después se encontró en el muelle con su amigo Marious, con el Sr. Hathaway, con el príncipe, y con un nervioso, asustado y completo desconocido.
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