23 de febrero de 2011

La puerta del sótano

Sucedió que desperté de un sueño fantástico; un sueño tan maravilloso que la ilusión de realidad fue perfecta hasta el punto de no querer abandonarla. Perfecta tanto por su inverosímil verosimilitud; tanto por mi deseo de que así fuera: real.
Desperté, y de pronto (sin escrúpulos) la realidad me llegó como una cachetada, sacudiéndome en su imperfección, y en la abismal distancia que me separaba de esa utopía que acababa de soñar.
Y, como muchas veces había sucedido, la melancolía instantánea, como la sensación que sentimos al estar de viaje, en el momento que tenemos que volver. No queremos volver. Queremos que el viaje dure más. Conocer más el lugar, la gente. Quedarnos, aunque fuera un par de horas más, con tal de poder seguir observando a esa mágica persona de lejos.
Pero el regreso es irrevocable. Y la mente, tan huraña e incomprensible como es, nos plantea la horrible posibilidad de nunca más volver. De cerrar los ojos con la ilusa esperanza de volver a soñar eso, cuando es muy probable que no pase.
Sin embargo, me desperté. Y me puse como meta volver. Vencer donde tantas veces había fracasado. Tomar el control. Regresar.
Sin levantarme de la cama, (y aún algo soñoliento) imaginé que estaba dentro de una casa. Una casa vacía, sin adornos, muebles o decoración alguna. Una casa con paredes y suelo de madera. Me imaginé parado dentro de ella, solo (Aunque por alguna razón recuerdo la sombra de alguien más). Esa casa era mi mente. Mi mente despierta.
Frente a mí imaginé una puerta. Una de esas puertas dobles, grandes, horizontales sobre el suelo, que llevan a un sótano. Las puertas estaban abiertas. Me imaginé caminando hacia ellas, y, al llegar, mirando su interior. No había nada. Ni escaleras, ni suelo. Sólo una oscuridad, una profundidad absoluta.
Salté dentro.
Cuando caí, caí en la misma casa; pero más adentro. Ahora era una etapa más profunda del sueño, un nivel más profundo de mi mente. Y, ante mí, la misma puerta.
Mi meta era llegar tan adentro como fuera necesario. Tan hacia el centro de mi mente como esta práctica lo requiriese, siempre y cuando volviera al mismo sueño.
Así que repetí el salto, repetí la caída. Muchas veces. Siempre cayendo en la misma casa. No hacía otra cosa. No exploraba otras habitaciones, otros lugares. Simplemente, al aparecer, otra vez, en el mismo lugar, caminaba hacia las puertas abiertas y saltaba dentro.
Y así lo hice. Los primeros saltos fueron en plena consciencia. Yo estaba imaginándolo, concentrándome para que así fuera. Pero, a medida que la profundidad alcanzada se volvía cada vez más vertiginosa, entraba en una etapa más avanzada del sueño. Hasta que uno de los saltos no fue imaginado. Fue soñado.
Y, cuando caí, no caí en la misma casa. Caí en el sueño al que quería volver.
Casi pude distinguir el momento, la transición de consciencia a inconsciencia, que por alguna razón perdemos al dormir. Aunque decidamos contar ovejas para conciliar el sueño, nunca vamos a recordar en qué oveja nos dormimos. Siempre se nos escapa ese momento.
Pero nunca dejé de ver la casa, las puertas, el salto. Y, sin embargo, supe cuando uno de ellos ya no era mi decisión consciente de imaginarme dentro de una casa, sino el escenario onírico de otro sueño, exactamente igual a lo que estaba imaginando. Y supe que al entrar, estaría volviendo.

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