Capítulo II
“La lista”
La ventana se abrió de pronto, provocando un sonido seco al estrellarse contra la pared. El movimiento se repitió incontables veces, generando un ritmo desesperante de golpes y crujidos.
Pero John no lo escuchó.
Su sueño siempre era pesado. De hecho, haría falta una orquesta en pleno concierto tocando sobre su cama para provocarle una leve molestia. O al menos así lo creía Annette.
Las sábanas se ondularon levemente, empujadas por el mismo viento que castigaba las ventanas de su habitación. El clima tétrico era perfecto, ya que allí, rodeado de oscuridad, John estaba teniendo una pesadilla.
Su sueño era confuso. Al principio no le dio mucha importancia, pero lo que estaba viendo eran números bailando. Números y letras que, de la mano, marcaban un bizarro y espeluznante compás alegre. John hubiera bailado con ellos de no haber visto aquel enorme verbo buscando perfecta conjugación. Los ojos maravillados de John contemplaron las ideas, los conceptos delirantes que conversaban en una esquina. Y luego comenzó a comprender.
Las letras provenían de una boca, los verbos tenían sentido. Una persona estaba hablando desde la oscuridad, en un pasillo que parecía no tener fin. John se paró frente a él, y éste, como si no lo viera, se dirigió hacia la pared sumida en la oscuridad.
De este sobre depende la seguridad de la Nación, agente Jenkins. Y por lo tanto, depende de usted.
John ni siquiera hizo el menor intento de comprender lo que oyó, pero sí se volvió para ver un par de manos salir de las sombras y tomar el sobre de color madera que había extraído el primer hombre.
El sobre acaparó toda la escena, abriéndose y dejando fluir nuevamente un espectáculo de signos y formas. Una palabra mecanografiada desfiló ante sus ojos, y comprendió que era su nombre.
Así como ése, muchos otros volaban en distintas direcciones, todos provenientes del papel de Jenkins. Allá lejos dos nombres reían y conversaban como amigos de toda la vida. Alcanzó a leer uno, Raymond, pero el de su compañero se perdió en la distancia. Rápidamente miró a los otros antes de que desapareciesen. Junto a ellos encontró rostros, la mayoría desconocidos. Bajo el nombre Victoria Bergstein una muchacha de cabellos castaños y anteojos caminaba apresurada por la calle. Michael Irons reacomodaba un estetoscopio alrededor del cuello de su bata blanca. Sandra Fanning conducía un Mercedes azul a toda velocidad. Jared Walden entraba a su casa después de una larga jornada de trabajo.
John registró los nombres cuanto pudo antes de que desaparecieran, pero sin sacar mucho más de ellos. El último fue una sorpresa, pues llevaba cabellera rubia. Se trataba de su Annette, revoloteando alrededor de la onírica forma de John Silva, su propio nombre. Annette reía y jugaba, pero lo que no podía ver era que detrás de ella una sombra se cernía y ocupaba cada vez más espacio en esa pesadilla abstracta.
De pronto la sombra extrajo un arma y apuntó con ella a Annette, mientras abría sus fauces para dejar escapar un murmullo.
El equilibrio debe ser mantenido.
Un dedo negro y borroso presionó el gatillo.
John despertó con un fuerte sonido y pudo ver la ventana abierta de par en par. Sus sentidos adormecidos se convirtieron rápidamente en una grave sensación de alarma. Annette estaba en peligro.
-o-
- Joven.
Una voz entró en sus oídos, quejumbrosa y endeble.
- Oiga, Joven. – repitió la voz con firmeza.
Jared Walden abrió sus ojos para ver a una anciana tratando de despertarlo. Aunque en un principio desconfió de la mujer, no tardó en darse cuenta de sus verdaderas intenciones.
- Ah, veo que está despierto.
Jared revisó sus pertenencias. No le faltaba nada. Luego miró a su alrededor y descubrió que había muy poca gente en el vehículo. Alarmado, se volvió hacia la mujer, que seguía hablando sola.
- Ya sabe, no podía dejar que pasara de largo su estación, y…
- ¿Ya pasamos la B. Franklin? – Preguntó Jared, preocupado. Nuevamente se había dormido en el metro.
- Oh, no. Aún estamos a dos de esa. – Respondió la mujer con rapidez. Jared se recostó nuevamente en su asiento, aliviado. Aflojó su bolso y trató de no dormirse de nuevo. Fue una lástima, porque había tenido un sueño muy interesante.
Con un sonido seco el tren se detuvo y Jared bajó, el único en su estación a aquellas horas. Con paso aligerado se movió aferrado a sus cosas, siempre temeroso ante un posible ataque callejero. Pero, como todos los días, llegaba a su hogar ileso.
Jared vivía en un pequeño apartamento en los suburbios. Si bien tenía pocas comodidades, era capaz de satisfacer todas las necesidades básicas y darse algunos pequeños lujos.
Cerró la puerta del edificio tras de él, impidiendo que el viento nocturno invadiera la sala. Sus pasos rompieron el pesado silencio del interior, acompañados de un insistente eco causado por el tintineo de las llaves. Arriba, se dijo, podría descansar un poco al fin.
Pero, cuando pudo entrar, su descanso pasó a ser la menor de sus preocupaciones.
Al principio estuvo seguro: Alguien había entrado a su casa. Era obvio, indiscutible, ya que las cosas habían cambiado de lugar.
Pero luego tuvo otra hipótesis.
Las diferencias eran imposibles de no ver. Sobre una silla descansaba una toalla, todavía húmeda. Algunas luces estaban encendidas. Había ropa sobre su cama. Un plato en la mesa.
La segunda hipótesis era que él mismo había hecho todo eso.
Pero no podía recordarlo. La última vez que había estado en su casa la toalla había quedado en el baño, los platos limpios y la ropa en su lugar, además de que las luces habían quedado apagadas.
Paso a paso fue devolviendo todas las cosas a su lugar, tratando de recordarlo. No puede ser, pensaba. Yo no hice esto. Aquella nota mental se repitió una y otra vez, sin poder encontrar una respuesta.
La ropa que estaba en la cama no había sido elegida al azar, al parecer. Cada una de esas prendas eran sus favoritas, como si él mismo hubiera hecho la elección. La cama estaba revuelta, aportando una pista más y un misterio más a la vez.
Se hizo muy tarde cuando terminó de reacomodar todo debidamente y se recostó para dormir. Se arropó y miró el techo. Aún no podía decidirlo. Si bien recordaba haber dejado todo ordenado, no podía afirmarlo, se estaría mintiendo. No quería reconocer que no se acordaba, pero no podía aceptar que alguien había invadido su propiedad. No sólo porque no habían robado nada y no tenía sentido, sino porque no le alarmaba, su intuición le decía que eso no había sucedido. Pero entonces… ¿Qué?
Se volvió hacia su mesa de noche, esperando encontrar el libro que leía antes de dormir. Pero no estaba.
Asustado, comenzó a buscarlo, llegando a creer que efectivamente alguien sí había entrado y se había llevado su novela. Pero cuando miró bajo la cama, encontró un nuevo consuelo. Allí estaba el libro, reposando boca abajo.
Jared lo tomó y volvió a recostarse, dispuesto a continuar la lectura. Su mente buscó el número de la página y, a diferencia de lo sucedido momentos atrás, podía recordarlo perfectamente.
Cuando lo abrió, un papel cayó sobre su pecho. Estaba doblado a la mitad. Jared lo abrió y leyó incrédulo las palabras que contenía. El hecho de las palabras no era sorprendente. Pero sí lo eran otras dos cosas.
Uno, que estaban escritas de su puño y letra. Y dos, que no podía recordar haber escrito ese mensaje jamás.
El papel rezaba cuatro palabras.
John Silva debe morir.
-o-
El rugido del motor se detuvo y varios giraron sus cabezas para ver aquel auto negro estacionar entre las sombras. Las luces se apagaron y su ocupante no descendió. Aquella era una zona bastante tranquila. Casi todos se conocían y cuando alguien nuevo aparecía todos se daban cuenta.
Pero, claro, a Jenkins eso no le importaba.
No tenía que ser tan sutil. El tiempo con el que contaba hacía la situación apremiante. Y no sólo en sentido del peligro que corría, sino de su deber ante sus autoridades… Y el mundo.
Porque Jenkins lo sabía todo sobre las personas de la lista. Aquellos a quienes sus jefes llamaban los Ocho. El sobre que le habían entregado, si bien no era detallado en su información, y poco específico, sintetizaba muy bien los peligros que corría con esta misión. Puesto que era el segundo sobre que recibía.
El primer sobre, más detallado y relevante, databa de muchos meses atrás, cuando aquel asunto de las enfermedades todavía no había sucedido. Al comienzo, Jenkins no había creído nada de lo que decía. Pero ahora era mucho más importante que su propia vida.
Volvió a mirar el exterior. La gente caminaba despreocupada, atenta a sus asuntos. Ignorante de los hechos que sacudirían al mundo en los próximos días y que Jenkins conocía desde aquel primer sobre de papel madera.
- Esto no puede ser verdad. – Dijo Jenkins, alejándose un poco de la mesa.
Sus jefes lo miraron divertidos, conscientes de que aquella sería la reacción de su colega ante semejantes noticias.
- Lo es, Jenkins. – Se ojearon entre ellos, y aquel que hablaba, Walterson, continuó. - ¿Le parecemos bromistas?
Jenkins revisó nuevamente los papeles que tenía en sus manos. Los hechos que allí se relataban eran surrealistas, oníricos. Una pesadilla. Y esa definición no distanciaba mucho de la realidad.
- No es algo simple, Jenkins. Lo sabemos. – Dijo otro. – Pero debe comprender lo que le decimos. Esto es cierto. Está sucediendo.
Jenkins miró una imagen, de algún tipo de hallazgo arqueológico, y trató de asimilar la información que estaba recibiendo.
- ¿El mundo va a acabarse? ¿Cómo? ¿Por qué? – Las preguntas podían ser eternas, y Jenkins lo sabía. Sus autoridades lo observaron, esta vez con renovada seriedad.
- No lo sabemos bien. – Dijo uno. – Aún estamos tratando de juntar las piezas. Nuestros especialistas tienen sus especulaciones, por supuesto. – Expresó, tras lo cual hizo una pausa para mirar a sus compañeros, buscando aprobación. Walterson se adelantó y continuó.
- Puede empezar de muchas formas. Desastres naturales, muertes masivas, no lo sabemos. La hipótesis con más argumentos a favor involucra enfermedades sanando milagrosamente. Pero aún contamos con dudas. – Esta vez fue interrumpido por uno que había guardado silencio toda la conversación.
- Estamos esperando a que algo suceda, y a partir de ello tomaremos las decisiones.
Jenkins reacomodó los papeles y alcanzó a leer en una hoja repetidamente la frase “los Ocho”. Su cabeza se alzó hacia sus interlocutores y ya sin siquiera suponer que podían llegar a decirle, hizo una pregunta más
- ¿Quiénes son los Ocho?
Un teléfono sonó y uno de los agentes se alejó para contestar. Como la habitación era pequeña, todos guardaron silencio mientras la llamada continuó. La molestia de la pregunta no respondida sólo aumentó su curiosidad y sus miedos. La respuesta era grande, tal vez más grande de lo que su mente pudiera comprender. El fin del mundo… No podía ser verdad. Todo reducido a nada.
La llamada concluyó y los ocupantes de la sala miraron a Jenkins. Uno de ellos tosió. Otro reacomodó su corbata. Walterson se sentó frente a Jenkins y apoyó sus codos en la mesa. La pregunta se formó nuevamente en su cabeza, preparándolo para la respuesta.
- Éste es el primer sobre, Jenkins. Es casi todo lo que sabemos hasta ahora. – Sus manos se reunieron frente a su pecho. – Cuando comencemos a ver las señales que nos confirmen que esta aberración es real, recibirá un segundo sobre.
- ¿Quiénes son los Ocho? – Insistió Jenkins, nervioso al no obtener una respuesta.
El que había hablado por teléfono hizo un gesto a sus compañeros, y comenzaron a abandonar la estancia lentamente. Walterson se puso de pie.
- La lista estará en el segundo sobre, y sabrá quiénes son. Hasta entonces no hablaremos nuevamente de este asunto. – Finalizó y se dirigió hacia la puerta.
Jenkins los miró incrédulo aún, con expresión perpleja.
- ¿Por qué yo?
Pero ya nadie le respondió. Jenkins se quedó solo, contemplando aquel misterioso sobre.
En el auto, y de vuelta en el presente, Jenkins observaba el segundo sobre, que contenía la lista. Ahora sabía quienes eran los Ocho y comprendía de manera más abarcadora la situación que los involucraba.
Lo tomó y extrajo algunos de los papeles. De esos seleccionó el segundo, una hoja mecanografiada con una foto adherida. Releyó los datos y miró la casa que se encontraba frente a él cruzando la calle. La dirección coincidía.
Jenkins se bajó del auto y caminó con seguridad hacia la puerta de la casa, ignorando cuanta persona se cruzara en su camino. Una de sus manos abrió su saco, mostrando una pistola enfundada. La otra la tomó, aferrándose al arma con fuerza.
Se quedó unos segundos frente a la puerta, mirando en todas direcciones, mientras colocaba un silenciador en la pistola. Cuando no hubo nadie en la calle, disparó, reventando la cerradura y abriendo la puerta unos centímetros. Entró inmediatamente, cerrándola nuevamente y observando cauteloso aquella sala.
Su pericia como agente guió sus pasos, silenciosos, a través de la casa. De espaldas contra la pared subió las escaleras, buscando los dormitorios. Una vez arriba, escuchó un motor de auto arrancando y partiendo a toda velocidad.
Cuando salió a la calle, aquel auto ya había desaparecido.
-o-
- ¿Por qué nos vamos? – Preguntó Annette, asustada.
John no le contestó. Con la mirada fija en el camino, su única misión era ponerla a salvo. Annette se removió en su asiento, preocupada. Iban a muy alta velocidad.
- John. – Dijo. – Dime algo. ¿Qué pasa? – Interrogó nuevamente, bajando su tono.
La única respuesta que obtuvo fue un gruñido. John sabía por qué escapaban, pero no sabía cómo explicarlo. No sabía por dónde empezar.
- Porque Jenkins iba a matarte. – Respondió, sin dejar de mirar al frente. Annette enmudeció, paralizada. Por unos segundos se mantuvo en silencio, mirando a su pareja conducir.
- ¿Quién es Jenkins? – Cuestionó, esperando encontrar algo de sentido en la próxima respuesta.
John dejó escapar un suspiro, visiblemente abrumado. Su expresión denotaba algún intento de reflexión, la búsqueda de las palabras correctas. Annette aguardó, a pesar de sus nervios. Su mano se acercó a John, acariciando su hombro, tratando de tranquilizarlo. John se estremeció.
- No lo sé. Alguien del gobierno. – Explicó. Annette frunció el entrecejo, sin comprender aquello.
- ¿Por qué me busca el gobierno?
- Porque estás en la lista. – Contestó rápidamente, como si hubiese estado esperando aquella pregunta. Annette apartó su mano, algo molesta. Aún en esas circunstancias, podía darse cuenta de que John sabía algunas cosas que no estaba diciéndole.
- ¡¿Qué lista?! - Exclamó, demostrando un alto nivel de angustia en su voz. John de pronto aflojó la tensión en sus hombros y volvió su mirada hacia ella por unos segundos.
- ¡No lo sé! Una lista, con ocho nombres. Entre ellos el tuyo, Annette Wilkinson, y el mío, John Silva. Quieren matar a todas las personas de esa lista.
- Pero… ¿Por qué? ¿Qué hicimos? – Profirió, casi sollozando.
- No puedo saberlo. Sólo vi el segundo sobre. – John aminoró la velocidad a causa de un semáforo en rojo. Se volvió hacia su novia y continuó. – Jenkins, un agente del FBI debe matarnos. Por qué, no lo sé. Pero sé los nombres y las direcciones de todas estas personas. Tenemos que advertirles. – Concluyó, justo antes de retomar el viaje.
Annette lo miró extrañada.
- ¿Cómo sabes todo esto?
John no quería responderle, pero tenía que hacerlo. Aunque pareciera mentira, era real, y todavía no terminaba de comprenderlo.
- Lo soñé, Annie. Anoche soñé que un tipo del FBI recibía un sobre con una lista de objetivos. Sé que hay otro sobre que explica por qué deben morir, pero no pude verlo.
Annette permaneció en silencio y John llegó a pensar que no le creería. Pero, en lugar de eso, dijo otra cosa.
- Podemos ocultarnos en casa de Victoria. – Expresó. John abrió mucho sus ojos, apretando sus labios. Su cabeza comenzó a moverse hacia ambos lados, negativamente.
- ¿Qué Victoria? – Preguntó. - ¿Tu amiga, Bergstein?
- Sí. – respondió Annette, emocionada. – Ella misma.
- No. – Respondió John secamente. – Ella también está en la lista. Victoria, Sandra, Michael, Jared, Ray, Annette, John. Y uno más que no pude ver. Somos ocho, Annie. Tenemos que advertirles.
-o-
- Brandon. – Exclamó Ray.
Brandon lo miró de soslayo, preguntándole qué necesitaba en esa furtiva mirada. Ray insistió, tratando de llamar su atención.
- ¡Hey, Brandon! – Gritó. Brandon parecía estar cada vez más lejos de él, como si no lo escuchara, mientras miraba hacia arriba. Ray comenzó a acercarse, tratando de averiguar qué era lo que absorbía toda la concentración de su amigo. Cuando estuvo a su lado, le preguntó que era aquello que tanto observaba.
- ¿No lo ves?
- ¿Qué?
Brandon se volvió hacia él.
- El cielo, Ray. Está negro. – Dijo, antes de seguir mirando. Ray miró aquello a su vez, pero no reconoció nada extraño.
- Siempre, cuando es de noche. – Comentó, divertido. Brandon endureció sus gestos. Repentinamente, parecía estar muy alterado.
- ¡No, Ray! – Profirió, tembloroso. - El cielo está negro. Mira bien. No hay estrellas. – Dicho esto, Ray abrió la boca tan grande que su mandíbula hizo un sonido. Sus ojos acompañaron el gesto de manera exagerada. Su mente formuló muchas frases, pero de su boca no salió ninguna.
No hay estrellas, repitió mentalmente. El cielo estaba negro. Un cielo negro y profundo, amenazante, como un gran monstruo negro cerniéndose sobre ellos, aplastándolos.
De repente su amigo lo interrumpió.
-Ray. – Dijo, mientras levantaba su brazo enseñando una pistola.
Ray despertó, sudoroso, en el sofá frente al televisor. Se llevó la mano a la cien izquierda instintivamente, sin saber por qué.
-o-
El agente presionó el botón de su celular y una voz contestó del otro lado.
- Diga.
Jenkins se preparó para oír lo que vendría. No sería bueno.
- Wilkinson escapó. No se me dijo que estaría con Silva. – Un silencio se hizo presente, abrumándolo.
- No teníamos que decirle nada, Jenkins. – Afirmó severamente. – Usted sabía que era posible. En el sobre se explica muy bien de lo que Silva es capaz.
Jenkins mantuvo silencio, consciente de que todo aquello era cierto. Había fallado. Había subestimado a sus presas.
- ¿Qué debo hacer ahora? – Preguntó, calmado.
La voz guardó un pesado silencio. La lejanía se prolongó más de lo normal, preocupando a Jenkins. Un clic lo estremeció, ya que no pudo descubrir de dónde provino.
- Proceda con los siguientes en la lista, Jenkins. Y esta vez procure hacerlo bien. El tiempo se nos acaba. – Explicó, imperioso.
- ¿Se acaba? – Preguntó Jenkins, algo asustado. - ¿De qué manera?
La voz fue rápida al contestar.
- ¿Recuerda aquello de “señales y especulaciones”?
- Sí. – Respondió escuetamente, trayendo a su mente el estremecedor contenido del primer sobre.
- Es eso, Jenkins. Ya ha comenzado.
-o-
El sonido de unos pasos llegó desde el corredor. Allí, una figura avanzaba apresurada, pero decidida, haciendo galante muestra de unos relucientes zapatos de marca. Los tacos causaban un sorprendente sonido seco al estrellarse contra el suelo. Y, a medida que recorría los pasillos, los demás sonidos parecían cesar de pronto.
Y no podía ser de otra forma. Era el Jefe.
Su caminata se prolongó hasta un sector poblado por cubículos y oficinistas atareados con las más irrisorias de las actividades. Los papeles protagonizaban aquella escena, apareciendo por donde se mirara la sala. En un segundo vistazo, uno comenzaba a reconocer personas. Pero, sobre todo, el constante movimiento generaba un concierto de sonidos que, en una primera impresión, resultaban molestos, pero, ya en la costumbre, se convertía en un insignificante ruido de fondo. Era el silencio para aquellos que trabajaban allí.
Y por eso, cuando ocurría un verdadero silencio, el orden se alteraba.
En el momento en que el jefe entró, el sonido se mantuvo, pero, poco a poco, a medida que los oficinistas reconocían su presencia, los tecleos cesaron y los murmullos se apagaron. Pero cuando por fin cayeron en la cuenta de que el jefe había entrado a esa sala, porque allí terminaba su recorrido, los sonidos desaparecieron de pronto, como si una bomba hubiese caído y, en lugar de explotar con un estruendo, hubiera implotado absorbiendo todo sonido y movimiento del lugar. Como si sus mentes se hubiesen detenido.
El jefe ensayó una leve sonrisa burlona, todavía no acostumbrado a lograr aquel efecto. Y de pronto recordó para qué había ido allí en un primer lugar.
- Fanning. - Dijo. Su voz sonó como una grieta poderosa, que anunciaba el desprendimiento de un glaciar, en algún desierto nevado recóndito. Y, como en un desierto, no hubo ninguna respuesta.
Con timidez, varias de las cabezas se alzaron por sobre los cubículos, sólo para observar la situación. Ninguno se aproximaba lo suficiente como para responder.
Alguien tosió, y el glaciar perdió un fragmento más pequeño. Pero igual de solo, igual de desierto. La sala se había congelado. Las miradas apuntaban todas a esa figura negra recortada sobre un fondo blanco. Las tenues líneas grises del traje apenas si resaltaban, y en las mentes más imaginativas generaba la sensación de estar frente a un gángster de los años cuarenta, que en cualquier momento sacaría su ametralladora y abatiría a…
- ¡Fanning! – Exclamó, con sonora potencia. Un oficinista se estremeció. Otro levantó sus anteojos, desde la punta de su nariz a su entrecejo con el dedo índice. El jefe endureció sus puños y abrió la boca para soltar una atronadora explosión. Y su expresión se detuvo, paralizada.
Esta vez, con el jefe quieto, la impresión de que el tiempo se había detenido era completa. Pero no duró mucho. El sonido de unos pasos, muy distintos a lo que los zapatos del jefe hubieran producido, aligeró la carga del silencio en los presentes.
Lentamente una figura femenina se aproximó hasta la zona en la que el jefe se encontraba. La mujer lo miró a los ojos, expectante. Un leve asentimiento permitió que la situación avanzara.
- ¿El aumento que pidió? – Fue lo que disparó, a modo de advertencia. Los presentes, no tanto en sus rostros, pero sí en su interior, sintieron una profunda decepción. Nunca aceptarían una petición de aumento. No en esas condiciones. Pero, sobre todo, nunca sería anunciado de esta manera. Lo que estaban viendo, aquello que estaban presenciando, era una humillación pública. Fanning no se movió. Su cara se mantuvo inmutable. Sus manos se encontraron frente a su vientre y se apretaron con firmeza. – Lo tiene.
Sandra Fanning sonrió. Sus compañeros de trabajo esta vez no pudieron disimular su expresión de sorpresa. Cuando el jefe se hubo marchado, en la sala sonó un atónito y solitario “Wow”, señal espontánea para que los sonidos regresaran, de la mano de maldiciones y quejas. El nombre de Sandra estaba en boca de todos. Pero a ella parecía no importarle.
Sandra se volvió, buscando el origen de aquella exclamación. La voz había sonado muy familiar. Y, cuando pudo reconocer de quién se trataba, su sonrisa sólo se ensanchó un poco más. La expresión de Rob era una de las más ridículas que jamás hubiese visto, pero esa era, de alguna manera, su mueca para representar sorpresa.
Cuando llegó a su asiento, Rob ya estaba a su lado. La mirada de éste había cambiado hacia una de curiosidad. La pregunta era inevitable.
- ¿Qué demonios fue eso? – Exclamó Rob. Su mirada especulativa se endureció, esperando la respuesta de su amiga. Al conseguir sólo un silencio incómodo, insistió. – Vamos Sandra, dime. ¿Cómo lo hiciste?
Sandra lo miró de soslayo y levantó una ceja.
- Eso que viste ahí, Rob – Dijo, casi en un murmullo – fue el aumento del que te hablé la semana pasada. – Finalizó, antes de devolver su mirada al monitor, que mostraba tablas y datos.
Rob hizo la cabeza hacia atrás en gesto de incredulidad, al tiempo que levantaba las cejas. No pudo pronunciar una palabra. Estupefacto como estaba, observando aquella expresión de seguridad y complacencia en su amiga, enmudeció de pronto.
Pocas veces la había visto dueña de cierta seguridad, pero nunca como en este momento. Tranquila, a sabiendas de haber logrado aquello que se había propuesto. Diferente de la Sandra que había conocido años atrás, insegura, incapaz de tomar una decisión por sí misma, basando su fortaleza en el apoyo de los demás y nunca en su propia integridad.
Sin embargo, desde hacia unas semanas, todo aquello había cambiado sin razón aparente. Sandra había evolucionado, dejando atrás la crisálida e intentando batir unas nuevas y poderosas alas. Aquella fuerza que tanto le había faltado durante su vida había cobrado nueva existencia, permitiéndole llegar a cosas que nunca hubiese podido conseguir antes.
Hace casi una semana Sandra había llegado al trabajo y tomado su lugar, como de costumbre. Pero en los primeros minutos abandonó su asiento y se dirigió a la oficina del jefe. Horas después explicaría aquello: Iba a conseguir un aumento, cueste lo que cueste. Rob sólo sonrió y le deseó suerte, pero Sandra no desistió.
Hoy, de pronto, su jefe apareció y le obsequió un aumento.
- Lo habían rechazado, Sandra. - Aseveró, intentando conseguir una explicación. Sandra detuvo su tarea y se volvió hacia él, rotando el eje de su silla.
- Hoy lo conseguiría. Estaba segura. - Afirmó, demostrando nuevamente aquel alto nivel de seguridad que había tenido últimamente.
- ¿Cómo podrías saberlo? – Interrogó. – ¿Cómo? ¿Qué te hace estar tan segura?
Sandra no respondió.
- Hay algo que no me estás diciendo. No será que tú y el jefe…
- ¡No, sabes que no! – Exclamó velozmente su amiga.
- ¿Entonces? ¿De dónde podías saber que hoy pasaría? – Cuestionó, visiblemente nervioso. - ¿Qué? ¿Intuición femenina? ¿Tarot? – Preguntó, tras lo cual hizo una pausa para esperar una respuesta. Pero Sandra sólo miró al frente, manteniendo la sonrisa. - ¿Un sueño? – Insistió.
Sandra lo miró fijamente. La sonrisa desapareció por completo de su rostro.
-o-
Con sus seis años de edad, no podía esperar demasiado. Era el nuevo, no conocía a nadie y estaría solo por un largo tiempo, hasta que se adaptara e integrara con el grupo. A pesar de su inocencia infantil podía comprender eso. Era una gran oportunidad de hacer amigos, así como una gran oportunidad de ser rechazado. Todo era diferente. Su familia había cambiado. No entendía por qué, pero ya no era igual que antes. Ya no vivía en la misma casa. Había dejado su antiguo vecindario e incluso abandonado a su mascota.
Estaba más solo que nunca.
Al tomar asiento sumisamente soltó un suspiro. En su pequeño bolso cabían sólo un librito de notas y un lápiz, sin crayones u otros útiles escolares, cosa que tampoco podría entender por mucho tiempo. Hasta entonces la única respuesta de su madre sería “Por ahora no se puede”.
Más allá, en una de las mesas circulares, un grupo de niños y niñas reía y jugaba. Se percibía el grado de unión que los conectaba, la amistad que fluía de ellos y generaba una sana envidia en su pequeña mente. ¿Podría encajar alguna vez? ¿Sentirse normal, ser aceptado? Si apenas podía entender lo que le sucedía, ¿Qué podría esperar de los demás?
Extrajo su cuaderno y apoyó la punta del lápiz en la hoja, intentando encontrar algo que lo distrajera. Pero lo mantuvo inmóvil. No sabía que dibujar. Pensaba en su padre, pero ya no estaba. Pensaba en su casa, pero no podía recordarla bien, ya que se había mudado y era completamente nueva. Pensaba en su perro y sólo se sentía triste de no poder estar con él. Pensaba en su madre, y la tristeza se convertía en lágrimas. Presionó tan fuerte el lápiz contra la hoja que la punta se rompió. Una lágrima cayó en la mancha malograda de grafito.
- ¿Quieres mi lápiz?
Automáticamente se secó las lágrimas al escuchar la voz de otro niño tan cerca. ¿Qué pensarían al verle llorar? Eso era de niñas. Se volvió para verle la cara cuando supo que había escondido bien los rastros de su llanto. El otro niño estaba parado frente a él, con su bolso entre manos. Llevaba el mismo delantal, y eso los hacía compañeros de clase. El niño estaba solo.
- Tengo dos. Puedo darte uno si el tuyo se rompió. – Insistió con su vocecilla infantil. Al no obtener respuesta, extrajo el lápiz y extendió su brazo. – Ten. – Dijo. Sin embargo, su compañero permaneció en silencio. Segundos después, y muy rápidamente, aceptó con un asentimiento y asió el lápiz con firmeza.
- ¿Cómo te llamas? – Preguntó, mientras se sentaba a su lado. Su nuevo compañero dejó el lápiz en la mesa y se volvió hacia él.
- Raymond. Pero mamá me dice Ray. – Contestó escuetamente.
- Hola Ray. Mi nombre es Brandon. ¿Quieres ser mi amigo?
Ray sonrió. Ahora ya no estaría solo.
-o-
- ¿Qué es eso?
Ray escuchó la voz y rápidamente acomodó los papeles que estaba observando. Brandon estaba de pie a su lado, mientras él se encontraba sentado con las piernas cruzadas, frente a una caja abierta y unas hojas dispersas por el suelo.
- Algunos de mis viejos dibujos. – Respondió sin levantar la mirada. - ¿Recuerdas éstos? – Preguntó, levantando algunos para que Brandon pudiera tomarlos. Brandon comenzó a verlos uno por uno, deteniéndose en algunos detalles. – Son los que hacía con tus lápices de colores, porque yo sólo tenía el lápiz de grafito.
Brandon comenzó a recordar. Aquellos dibujos fueron de los primeros que Ray había hecho en el primer grado. Casi todos eran de ellos dos jugando o como super héroes, u otro personaje. Sin embargo, algunos mostraban a Ray y a su familia. Su familia completa.
- ¿Y éstos? – Preguntó, temiendo meterse en algún asunto grave.- No los conocía.
Ray miró uno de los dibujos y vio su antigua casa, la primera, y a su familia reunida. Su padre, su madre, él mismo. También estaba su primer perro. Brandon se sentó a su lado.
- Pensé que tu padre nunca había vuelto. – Comentó. Ray guardó los dibujos en la caja.
- Y es cierto. Nos abandonó para siempre. – Contestó secamente.
- Lo siento Ray, no quise… - Dijo Brandon, intentando disculparse, pero sin saber bien qué decir. Ray lo interrumpió.
- Está bien Brandon. No hiciste nada malo.
Ray observó la caja durante un rato, sin decir nada. Brandon lo miró, respetando su silencio, tratando de adivinar en qué estaría pensando.
- Esos dibujos eran un secreto, Brandon. Nadie los conocía. – Dijo Ray de pronto. Brandon se sorprendió. Ray no era el tipo de persona que ocultaba cosas. De hecho, era una de las personas más sinceras que jamás hubiera conocido. Se abría hasta con desconocidos. Conocía todos sus secretos. O casi todos. – Los hice en esa época, los primeros años de la escuela. No podía dibujar a mi familia. Porque no la tenía. Entonces, dibujaba lo que quería tener.
- Tiene sentido. – Afirmó Brandon, encogiéndose de hombros. – Pero… ¿Por qué los ocultarías? – Interrogó esta vez, movido por la curiosidad. Ray lo miró, como si no hubiese oído la pregunta. Su cara se inmovilizó por un momento y Brandon no supo si preguntarle qué le sucedía.
- Yo creía que si dibujaba lo que quería tener, después se haría realidad. Creo que temía que me tomaran por loco.
- A estas alturas deberías saber que puedes contar conmigo para ese tipo de cosas. Somos amigos, Ray. – Concluyó, mientras le daba una sonora palmada en la espalda.
- Amigos. – Repitió Ray en un susurro.
- Oye, ¿Y él quién es? – Preguntó Brandon, tomando uno de los dibujos que sobresalía por un costado de la caja. En él podía ver a un hombre de pie, vestido con un saco verde. O al menos eso parecía. En su mano llevaba una pistola negra. Ray se acercó para ver el dibujo, pero su rostro se transformó en una expresión confundida.
- No lo sé. ¿Algún personaje? No puedo recordarlo.
- ¿Por qué lleva un arma? – Cuestionó Brandon nuevamente, extrañado.
- ¿Mataría a alguien? No sé, dibujé muchas cosas como para recordarlas todas. – Concluyó, a la vez que guardaba el dibujo y se ponía de pie. Sin embargo un instinto muy oculto le dijo que algo estaba muy mal con ese dibujo. Él nunca dibujaba armas y mucho menos de fuego. Las detestaba. Entonces, ¿Por qué dibujaría a ese hombre de verde blandiendo una? Algo estaba mal.
Tenía que estar mal.
-o-
- ¿Qué sucede? – Preguntó alarmada una voz femenina desde el otro lado del teléfono. La respuesta que recibió fue tan sólo un jadeo. – Jared, ¿Estás ahí? – Insistió. Y esta vez oyó un débil gemido.
- Necesito tu ayuda. Algo no está bien.
- Me estás asustando Jared. ¿Estás bien? – Preguntó, notablemente preocupada.
Jared Walden endureció los labios y reconoció que no sabía cómo comenzar. No sabía cómo decir aquello que tenía que decir. Y mucho menos, si era lo correcto decírselo a alguien. Pero lo necesitaba. Necesitaba una opinión, una ayuda, urgentemente.
- Hoy me dejaron un mensaje. Una nota. – Dijo, tratando de formular algo coherente. Su interlocutora aguardó pacientemente. – Un papel pequeño, con una… indicación.
- ¿Indicación? ¿Cómo una indicación médica?
- No, no se trata de eso. Dime. Si alguien te deja una nota, ¿Tienes alguna idea de por qué te la ha dejado? – Preguntó, repentinamente enardecido.
- Y bien… Supongo que no puede decirme eso en persona por una razón u otra. Depende de la nota, creo. - Comentó con tranquilidad. – No me asustes. ¿De qué va esto?
Jared sopesó aquello que había escuchado, tratando de amoldarlo a lo que estaba pensando y de trasladarlo a la enigmática situación que había vivido. Sin embargo no encontró ningún tipo de tranquilidad.
- Sí, pero, ¿Cómo puedes saber quién te dejó esa nota?
- ¿Qué clase de preguntas son éstas? – Exclamó, alterada. Al no obtener una respuesta, continuó. – Bien, supongo que si me la han dejado en mi casa, puede ser alguien de mi familia, no lo sé.
Jared escuchó con atención, pero no tardó en reaccionar. Vivía solo. No había nadie quien pudiera dejarle una nota. De ningún tipo. Y decididamente no del tipo de nota que pide que se cometa un asesinato.
- Pero si vives con varias personas, ¿Cómo sabrías a quién pertenece? – Fue su arriesgada pregunta. Esperaba que su interlocutora tuviese la paciencia y la amabilidad de responderle.
- Creo que serían dos cosas. Primero reconocería la caligrafía. Y de no reconocerla, seguramente estaría firmada, lo cual sería determinante. Jared, yo…
- Espera un momento. – La interrumpió. Si bien su mano derecha sostenía el teléfono junto a su oído, la otra hacía lo propio con una pequeña pieza de papel. Con una observación rápida, podía saberse que estaba escrita con cuatro palabras, formando una frase. Y en una observación detenida, podía decodificarse la escritura apresurada, en diagonal, como una oración simple. John Silva debe morir.
No contaba con firma. Y en cuanto a la caligrafía… El asunto se volvía complicado.
- ¡Jared! – Exclamó la voz. Jared levantó la vista asustado y luego la devolvió a la nota.
- Encontré una nota en mi habitación. Estaba en mi libro, el que estaba leyendo. No tiene firma. – Declaró, apesadumbrado.
- ¿Estuviste con alguien? – Preguntó la voz. Nunca con alguien que no fueras tú, fue lo que pasó por su mente. Pero se contuvo. No era el momento.
- No. Nadie. Y aunque así hubiera sido… No tiene sentido. La dejaron dentro de mi libro.
- ¿Y que hay con ello? Cualquiera puede hacerlo. – Exclamó, divertida.
- Pero la encontré en la última página que había leído. – Afirmó. Aún no conforme, completó el dato. – Y nunca utilizo separadores. Recuerdo los números.
- No entiendo. ¿Esto es una broma?
- No, no. Necesito ayuda. Algo está mal conmigo. La nota. Tiene mi caligrafía. No lleva firma y apareció justo en la página que llevaba leyendo.
- Tal vez lo escribiste antes de dormir y no lo recuerdas. – Fue la frágil ayuda que pudo ofrecerle.
- Lo he pensado. He pensado que podría escribirme “No olvides tal cosa”, “Compra esto”, “Realiza tal tarea”. Tendría sentido. No estaría tan preocupado.
- ¿Y qué dice la nota, Jared? ¿Qué es aquello tan misterioso que no tiene ningún sentido? – Cuestionó rápidamente, aturdida, asustada y comenzando a sentir una irritante molestia.
Jared mantuvo silencio. Si lo decía, si leía la nota, ella podía creer que estaba bromeando y cortaría la llamada. Pero no tenía opción.
- Yo… No entiendo. ¿Por qué me dejaría una nota antes de dormir, recordándome que tengo que matar a alguien?
- ¡¿Qué?! – Exclamó la voz.
- Ni siquiera lo conozco. He revisado agendas, cuadernos, celular, internet, todo. Tengo que matar a John Silva y lo peor de todo es que no sé quién es ni por qué debo hacerlo. La nota dice eso. Debo matarlo. Debo matar a John Silva. – Concluyó, demostrando una tranquilidad escalofriante. Su interlocutora se dijo a sí misma que era cierto: algo estaba mal con él. Y necesitaba ayuda. Pero mantuvo silencio. Esperó a que hablara nuevamente, cosa que hizo.
- ¿Lo conoces? – Preguntó. – Porque si es así, sería fantástico.
Un clic le anunció que habían cortado. No le sorprendió.
La única persona en la que realmente podía confiar lo había abandonado.
Por segunda vez.
Pero eso no lo detendría. Si bien necesitaba desentrañar todos los misterios en torno a la nota, aquello que más le urgía era averiguar quién era John Silva. O al menos saber si existía.
Sin embargo, no quiso salir de su casa. Algún miedo interno le decía que cualquier cosa podía pasar, que se encontraba completamente desprevenido. ¿Pero cómo descubriría la verdad? Sus amigos nunca le creerían, y su familia estaba demasiado lejos. Si su propio hogar albergaba secretos tan enigmáticos, la calle no podía ser un lugar más seguro. En ese momento escuchó el zumbido. Un sonido electrónico proveniente de su portero eléctrico. Alguien estaba en la puerta.
Por dos segundos no pensó. No tenía la más remota idea acerca de quién se trataría, ya que muy pocas personas lo buscaban en su casa. Y el recuerdo vivo de la llamada reavivó sus esperanzas. Era ella. Venía a buscarlo, para abrazarlo y ayudarlo en este momento que tanto la necesitaba. Había llegado rápido, sí. Pero Jared ya no controlaba su noción del tiempo. Era ella. Su amor, su vida. Ahora estaría bien.
Apresurado, se dirigió hacia la puerta. Su mano, en un movimiento ávido se asió del picaporte y rápidamente realizó el giro, destrabando la cerradura y abriendo la puerta. Un crujido anunció que la puerta estaba abierta. Entonces su rostro se transfiguró en una expresión confundida.
Afuera, dos personas le esperaban, un hombre y una mujer.
La mujer no podía contener sus sollozos.
El hombre tenía una herida de bala en el hombro.
Jared tenía razón. En la calle le esperaban misterios aún más grandes.
- ¿Jared... Walden? – Preguntó el hombre en un agonizante esfuerzo. Jared sólo asintió levemente con la cabeza. El hombre tosió. – Mi nombre es John Silva, Jared. Eres nuestra única esperanza.